Marielba Núñez

En el libro Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury cuenta que uno de los episodios determinantes en su carrera como escritor le ocurrió a los 9 años, cuando experimentó una de las mayores desdichas de su vida, causada por su decisión de romper su colección completa de comics para evitar las burlas de sus compañeros. Muy pronto reflexionó, se dio cuenta de que se había equivocado e hizo lo que debía: recuperó sus libros y, en lo adelante, ignoró a todo aquel que quisiera coartar su derecho a la imaginación. Gracias a que no escuchó las voces que trataban de convencerlo de destruir lo que amaba logramos tener obras icónicas de la ciencia ficción como Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas.

Bradbury también nos dice en sus ensayos que hay momentos en la historia en que los niños son los maestros. Se invierte la escala que consideramos natural y ya los adultos, sumergidos en un mundo rígido y seco, parecen no tener nada que enseñar a los más jóvenes. Las ganas de crear se abren paso, el terreno se hace fértil y aparecen nuevos lenguajes, mundos distintos. Son momentos de innovación y de cambio que no se pueden impedir ni decretar.

A nuestro alrededor hay signos de esa energía que no se conforma. Niños y niñas, adolescentes y jóvenes escriben, ilustran, crean, inventan, emprenden, aunque el mundo de los adultos quiera imponerles ideas anquilosadas y pretenda sumergirlos en la violencia u obligarlos a recitar lecciones extraídas de manuales trasnochados.

Malala Yousafzai es un bueno ejemplo de esos jóvenes maestros. Hace sólo unos pocos días, durante el acto de entrega de los Premio Nobel de la Paz, personas de todas las latitudes pudieron ver y escuchar a esta muchacha pakistaní que fue víctima de un atentado de los talibanes por defender el derecho de las mujeres a la educación y se ha convertido en portavoz de los 121 millones de niños y niñas que, según cifras de la Unicef, no pueden ir a la escuela. La sencillez de sus palabras, propias de una persona de 17 años, y la serenidad con que las acompaña contrasta con el horror que denuncia e ilumina lugares donde parece que sólo la oscuridad reina.

Hoy, cuando el asesinato de 132 niños luego de un ataque talibán en un colegio de Peshawar siembra tristeza y desesperación, es la voz de Malala la que resuena para esparcir esperanza: «Como millones alrededor del mundo, estoy de luto por estos niños, mis hermanos y hermanas, pero nunca vamos a ser derrotados», nos dice. Es uno de esos momentos de los que nos hablaba Bradbury, de niños que son maestros y nos muestran el camino para imaginar un mundo distinto.