Lissette González

La cotidianidad transcurre entre sobresaltos: el horror ante la muerte injustificable de un niño a manos de un funcionario se asume mientras cada quien decide si hace o no la cola que acaba de formarse para comprar azúcar, leche o papel higiénico. El peregrinaje de los enfermos hoy ya no es de morado ni hacia el Nazareno, sino de farmacia en farmacia implorando el milagro de conseguir su tratamiento. Las cárceles se remodelan para poder acoger un número creciente de presos de conciencia. El salario se escurre entre los aumentos de la comida, el pasaje y demás bienes imprescindibles. La desesperanza se instala en los rincones y los más afortunados convierten un avión en su salvavidas.
Pocos espacios se salvan de la sensación de parálisis ante tanta incertidumbre, pero existen. A pesar de las dificultades presupuestarias y salariales, los profesores universitarios siguen en el empeño de formar a nuestros jóvenes para el futuro que aún creen posible. Múltiples organizaciones continúan su trabajo de hormiga en pro de los niños, de los derechos humanos, de la convivencia. Artistas plásticos, escritores, periodistas y músicos continúan en su empeño de crear y la expresividad de su trabajo deja constancia de la civilidad que bulle y pide a gritos un país distinto.
El dilema entre huir, por un lado, o resistir y sobrevivir, por el otro, se convierte en tema primordial de las conversaciones día a día. La pregunta no tiene una única respuesta. Depende de las circunstancias económicas y familiares de cada quien, así como de las posibilidades reales de insertarse con éxito en otro país. Pero más allá de estas condiciones objetivas, la cuestión central es el proyecto de vida personal y los motivos que desde allí surgen para optar por la voz o por la salida, como diría Albert O. Hirschman.
Visto así, el camino del que se queda no es una derrota. Al igual que el migrante, el que opta por quedarse y construir a pesar de la aparente debilidad de los cimientos, también está arriesgando y quizás su apuesta sea la más riesgosa. Pone en manos de fuerzas que no controla que su trabajo pueda seguir llenando la alacena, incluso que pueda regresar a casa una noche más. Pero en este caso, como en todos, el futuro es de los soñadores, de los que se niegan a conformarse con lo obvio. Y, quizás, si el sueño se contagia a muchos, pueda construirse un nuevo escenario, uno en el que la salida no parezca la opción más sensata. Un escenario donde echar raíces en la tierra propia no sea un acto de heroísmo.