Manuel Llorens

La Feria del Libro de Chacao, que terminó el fin de semana pasado, me produjo gran placer por los instantes de ciudad amable que convocó. La posibilidad de ver a la plaza iluminada, llena de gente y libros, donde me encontré con alguna persona apreciada con la simple excusa de pasear, me permitió respirar un poco en medio de la asfixia que padecemos. No importó que la crisis del país también sea muy visible en la industria editorial. No importó que pocos se atrevieran más allá de las nueve de la noche cuando la gente se escabulle a sus casas para intentar evitar ser la próxima víctima. Igual la plaza y la feria tuvieron destellos de algo más allá. La ciudad cumpliendo su promesa de ser ciudad.

En paralelo estuve leyendo el libro Objetos no declarados, de Héctor Torres. El autor propone un “selfie con rayos X” de los venezolanos y el complemento de su exitoso libro Caracas muerde. En vez de retratar los colmillos de la ciudad, Héctor se interna en las sutilezas de cómo fue criada esta bestia de mil cabezas. Narra los pequeños episodios de atropello ciudadano; las maneras en que el caraqueño abusa de sus pequeños privilegios, se impone a la fuerza, evade el contrato social, reprende al niño que conserva algo de inocencia y lesiona pedazo a pedazo los pequeños restos de convivencia que habitan en los gestos amables.

Héctor nos advierte que son parte de nuestro legado cultural, que estos objetos no ocuparán espacio en la valija, pero viajarán con nosotros a cualquier latitud, a pesar de nuestros anhelos de tomar un avión y comenzar una vida nueva. Invita a una suerte de examen de conciencia cultural, con cuestionario psicológico incluido (“¿Te parece que las reglas son para los pendejos y que tú sabes siempre lo que estás haciendo? ¿Consideras que tu voluntad es suficiente para hacer las cosas y los métodos son para los pusilánimes?”), para revelar las pequeñas violencias invisibles. La ciudad la hacemos todos los días, con la palabra amable, con el cumplimiento de los acuerdos de convivencia, o la terminamos de demoler, gesto a gesto. Héctor, como la feria, logró rescatar, en medio de la violencia esordecerdora que nos envuelve, esquinas de reflexión y de ternura.

No pude dejar de pensar en que la plaza Altamira pasó la semana picada en dos. En la parte norte: tarantines de libros y gente de todas las edades paseando. En la parte sur: casi nada, salvo una fila de motos estacionadas y una decena de guardias nacionales languideciendo bajo el sol, acalorados bajo sus uniformes, vigilando nada.

Me pregunto si alguno de los soldados cruzó la avenida para hacerse de una novela que le ayudara a pasar el tiempo o algún análisis político que le ayudase a entender su lugar en este drama. Me pregunto si algún civil cruzó a ofrecerles un marcalibros o un café.

Me pregunto cómo haremos para que esos dos mundos yuxtapuestos, que durmieron uno al lado del otro por diez días, intercambien perspectivas y hallen algún acuerdo sobre el país que deseamos construir. Mientras tanto, me aferro como puedo a las esquinas.

Gracias, Héctor.