Fernando Mires

Más que “el caso del dedo de Gonzalo Jara” y sus implicaciones no-futbolísticas, me han interesado (inevitable deformación profesional) las diferentes reacciones con respecto a lo sucedido en la cancha ese jueves 24 de junio. Dichas reacciones tienen la particularidad de dar a conocer el estado cultural de una nación aún mejor que cualquiera encuesta sociológica.
Así fue como inspirado en los procedimientos de Max Weber, intenté construir una tipología destinada a ordenar a las diferentes opiniones en grupos.
El primer grupo es el de los moralistas, también llamados por el cantante Joan Manuel Serrat “macarras de la moral”. De acuerdo con los moralistas, Jara, al haber faltado a los principios básicos de la ética deportiva universal, deberá ser duramente castigado.
Interesante es constatar que la mayoría de los que opinan de modo moral no han sabido decir en cual código de la sagrada FIFA se encuentran los reglamentos que permiten establecer la diferencia entre regresiones (escupitajos, mordiscos), patadas a mansalva y una caricia en el traste, este último, acto racional concebido de acuerdo a los principios de la lógica instrumental destinado a provocar a un adversario a fin de lograr su expulsión.
Hay un hecho preocupante: para la gran mayoría de los moralistas del fútbol, la moral continúa vinculada de modo consciente o inconsciente (solo) con la sexualidad. Es muy sintomático, por ejemplo, que nunca los moralistas levantan la voz cuando a un futbolista le rompen la dentadura o el espinazo. Pero basta que a uno le toquen el poto para que todos salten convertidos en un resorte de ira y espanto. Las cosas, desde los tiempos de Freud, no parecen haber cambiado demasiado.
Un segundo grupo es el de los oportunistas políticos, siempre dispuestos a pescar en ríos revueltos. Algunos han llegado al extremo de vincular el dedo de Jara con el relajo de “toda” la clase política chilena. Un par de columnistas de derecha ha afirmado incluso que hay una relación directa entre el estilo de gobierno de Bachelet y el dedo de Jara. Otro de izquierda —no podía faltar— escribió en su blog que la acción de Jara es el resultado del neoliberalismo (¡!) al haber transmitido al fútbol una doctrina donde todo está permitido en función del éxito.
Un tercer grupo ha sido inevitablemente el de los chistosos. Algo muy lógico y natural. No vale la pena analizarlo. Huelga decir que ha habido chistes y memes de pésimo gusto. Pero también algunos han sido muy graciosos. Quien, aunque sea en privado, no ha reído con ellos, debe ser muy hipócrita.
Ahora, haciendo un estudio transversal me di cuenta de un hecho que puede tener suma importancia, no solo para el dedo de Jara. Es el siguiente: mientras menores son los conocimientos futbolísticos, más virulentas han sido las críticas a Jara. A la inversa, los que más saben de fútbol se muestran benevolentes con Jara.
Haré excepción de los comentaristas uruguayos quienes con “cara de raja” (expresión del jugador-filósofo David Pizarro) quieren hacernos creer que el equipo celeste está formado por un coro de ángeles y no por una banda de tupamaros. Pero la mayoría de los entendidos opinan que lo sucedido con el traste de Cavani es normal en el fútbol. Somos muchos los que sabemos que en la cancha suceden cosas peores.
Sabemos por ejemplo que cuando un jugador se acerca a un contrario a hablarle con una sonrisa, le está mentando a la madre, a la abuela y a la hermana. Sabemos que si observamos en cámara lenta lo que sucede en los montoneras que se producen con cada tiro de esquina, no solo te tocan el culo, sino, además, te agarran las reverendas, te tiran la manguera, te rajan la camiseta, te escupen y te dicen lindezas que avergonzarían al Marqués de Sade. Es que, definitivamente, el fútbol es así.
“¿Y eso le parece normal a usted?” —me espetó con indignación una amable colega que de fútbol entiende tanto como yo de aeronáutica—. “¿No es acaso el fútbol un deporte?”. Mi respuesta fue casi instintiva. “Sí, pero no es solo un deporte”. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que yo, casi  sin pensarlo, acababa de formular una tesis: “El fútbol no es (solo) un deporte”.
A fin de comprobar la veracidad de mi tesis, busqué en la enciclopedia la definición de la palabra deporte. Dice así: “Deporte: Actividad dedicada a la recreación espiritual a través del ejercicio corporal y de la sincronización de los movimientos con la mente”. Al leerla pensé que si un futbolista leyera esa definición se mataría de la risa. No, definitivamente el fútbol no es (solo) un deporte.
“Y si no es un deporte ¿qué es entonces?” —fue la pregunta de mi estimada colega—. Debo confesar, no supe qué responder. Como a tantos mortales las mejores respuestas recién se me ocurren cuando el momento de darlas ya ha pasado. Pero si mi estimada colega hiciera su pregunta de nuevo, le contestaría sin dilación: «Para mí el fútbol es lo más parecido a una batalla campal».
Pido al lector, para que me entienda, que el acento de mi respuesta no debe ser puesto en “la batalla campal” sino en “es lo más parecido”. Pues yo no digo que el fútbol sea una batalla campal. Solo digo que “es lo que más se le parece”. Lo que digo, en síntesis, es que el fútbol es un simulacro de una batalla campal. Este es el punto hacia donde voy: el fútbol es un simulacro.
El concepto de simulacro es importante. No solo en el fútbol. También lo es en la filosofía. Destaquemos que un autor como Giles Deleuze ha construido toda una teoría en torno al concepto de simulacro. Para Deleuze (Platón y el simulacro) la vida está constituida por escenificaciones que pueden ser consideradas como simulacros de significados que alguna vez tuvieron una existencia real. Por lo mismo, para Deleuze, un simulacro es una cadena de representaciones simbólicas.
Desde una esquina opuesta, Jean Baudillard, al entender el concepto de simulacro de un modo postmarxista, critica a Deleuze. Para Baudillard en su texto Cultura y simulacro, el concepto de simulacro es equivalente al de “conciencia falsa” hegeliana, expresada sobre todo en la vida económica por medio del “fetichismo de la mercancía” (Marx). En consecuencia, un simulacro sería una representación falsa (alienada) de la realidad material. Al llegar a este punto, permítaseme romper una lanza a favor de Deleuze, pues, a mi juicio, Baudillard incurrió en un lamentable error: confundió el concepto de simulacro con el de simulación. La verdad, ambos, aunque fonéticamente están emparentados, son muy distintos entre sí.
Una simulación encierra siempre una no-verdad y casi siempre una mentira. ¿Puedo decirlo con ejemplos? Si estoy deprimido y voy a una fiesta y allí me muestro alegre, estoy simulando. Si voy a un velorio y muestro una profunda tristeza aun sin haber conocido al muerto, estoy simulando. Y así sucesivamente. Incluso en las relaciones más personales, las del amor, solemos incurrir en inevitables simulaciones.
Un simulacro, en cambio, es un acto de representación simbólica destinado a reproducir del modo más verdadero posible una realidad hasta el punto de incorporar en la representación simbólica fragmentos de la realidad representada. Y bien, eso es lo que sucede con el fútbol. El fútbol no es (solo) un deporte. Es, sí, lo más parecido a una batalla campal.
Si nos fijamos en la construcción discursiva de un partido de fútbol, comprobaremos que muchos de sus conceptos tienen el mismo sentido que los que se aplican en una batalla. Hay, por de pronto, una relación estrecha entre una estrategia y una táctica. De lo que se trata es de luchar para conseguir una victoria sobre el adversario. En función de ese objetivo recurrimos a medios lícitos pero, si se da la ocasión, a ilícitos. El balón, dicen los locutores, no es empujado: es disparado. Y cuando alguien hace un gol, exclaman: ¡fusiló al arquero! Podríamos seguir hasta el cansancio. Ejemplos sobran.
Ahora, como en toda batalla, aunque sea un simulacro, en un partido de fútbol también hay simulaciones (debo decir que estoy hablando de fútbol masculino, pues el femenino es un “verdadero deporte”). Cuando un jugador apenas rozado por un contrario se lanza al suelo y comienza a retorcerse como si fuera una serpiente, estamos frente a una simulación parecida al de un soldado que en medio de una batalla se hace el muerto para no ser acribillado por el enemigo.
En cada partido de fútbol normal hay en promedio más de cien simulaciones, hasta el punto de que ya prima cierto consenso: así como forman parte de la vida, las simulaciones son parte del fútbol. Ha habido incluso maestros en materia de simulación. Maradona debe haber sido uno de los más grandes. La cantidad de penales que se “fabricó” parece ser infinita. Jara, cuando cayó al suelo como si hubiera sido atropellado por un camión, demostró dominar perfectamente las reglas de la simulación. Las simulaciones son, digámoslo sin tapujos: partes del juego.
O para decirlo en términos más filosóficos: todo simulacro contiene simulaciones, pero ninguna simulación contiene un simulacro.
¿Qué habría pasado si Jara, fiel a las reglas del simulacro, hubiera propinado a Cavani una feroz patada en el culo? Probablemente nada, o casi nada. El zapato con estoperoles es un arma de batalla en el fútbol, eso lo saben todos los árbitros. Cuando más, Jara habría sido suspendido por un partido y aquí no ha pasado nada. Pero acariciar el trasero a un enemigo (y, horror, con una mano) no forma parte del libreto de un simulacro de ninguna batalla.
Por eso y no por otra cosa fue castigado Gonzalo Jara. No por haber lastimado a alguien, sino por haber faltado a las reglas no escritas de un simulacro. ¿Se atrevió alguno de los jueces de la Comebol a a pensar siquiera esa gran verdad? Probablemente no. Si así hubiera sido habría debido reconocer que el fútbol no es (solo) un deporte y, además, que es el simulacro de una batalla campal.
Pero lo peor no ha sido dicho todavía. La razón por la cual el fútbol nos gusta tanto es precisamente porque se parece mucho a una batalla campal. Si el fútbol perdiera su carácter de simulacro y se convirtiera en un “verdadero deporte”, nadie, o casi nadie, iría a los estadios.