Marielba Núñez

Resultan intolerables y dolorosas las historias de niñas y niños que sufren las consecuencias de las deportaciones ordenadas por el gobierno venezolano en la frontera con Cúcuta. Las cifras difundidas hasta ahora por instituciones como la Defensoría del Pueblo de Colombia y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar sitúan entre 300 a 1.000 los niños que han quedado separados de uno o dos de sus padres o que se han visto obligados a abandonar sus casas y acarrear sus pocas pertenencias, entre ellas sus juguetes, para afrontar un futuro incierto fuera de los límites de Venezuela. No pocos de ellos son venezolanos, como señalan los testimonios y las historias divulgadas por medios y agencias de comunicación nacionales e internacionales, pero ni siquiera eso ha evitado que se hayan visto expulsados de sus hogares o que hayan tenido que despedirse de uno o dos de sus progenitores porque éstos no tienen nacionalidad venezolana ni documentos de residencia. Muchos adultos han tenido que dejar a sus hijos atrás para sumarse a un éxodo que parece difícil de cuantificar y que puede tener consecuencias devastadoras e irreparables para los más vulnerables.

Una vez más, los derechos de la infancia quedan de últimos en la lista a la hora de tomar una medida de este tipo, cuando deberían tenerse en cuenta de manera prioritaria antes de emprender cualquier acción. No hay que olvidar que el interés superior de los más pequeños no es una graciosa concesión que queda a discreción de los gobernantes, sino un precepto establecido por la Convención Internacional de los Derechos del Niño, que fue ratificada por nuestro país hace ya un cuarto de siglo. Allí queda claro que separar a una persona menor de edad de su familia es una decisión extrema, apenas justificable en casos en lo que está en riesgo su bienestar o su seguridad. Es oportuno recordar que también ese texto establece que toda petición de ingresar a un país con fines de reunificación familiar que sea en interés de los niños debe ser atendida por el Estado de forma «positiva, humanitaria y expedita».

Roy Chaderton, embajador de Venezuela ante la Organización de Estados Americanos, hizo una larga exposición en Washington para justificar lo que ocurre en Táchira basado en la larga historia de solidaridad que el país ha brindado a sus vecinos, pero lo cierto es que ninguna acción del pasado puede compensar un atropello en el presente. Es urgente que el gobierno venezolano, como ya hizo el colombiano, se comprometa a actuar cuanto antes para lograr la reunificación de las familias en la frontera, especialmente aquellas donde hay niños, que hoy están rotas y heridas.