Lissette González

El pasado 15 de octubre el Presidente Maduro anunció en cadena nacional de radio y televisión un importante aumento del salario mínimo, el cuarto de este año. Frente a este decreto ha habido quien se queja: es insuficiente, no compensa la pérdida del poder adquisitivo en este contexto de altísima inflación. Al mismo tiempo, hay preocupación por el efecto de esta medida sobre unas empresas ya castigadas por la falta de insumos para producir, además de un férreo control de precios.

Es necesario ver esta medida desde la óptica de un partido de gobierno, acechado por pronósticos muy negativos en todas las encuestas, y sin la billetera que fue durante años su principal estrategia de campaña: no hay recursos para construir muchas viviendas o prometer nuevas misiones, ni productos en los anaqueles como para reeditar algún tipo de “dakazo”. El gobierno, entonces, ensayó recurrir a la carta nacionalista, pero los conflictos con Guyana y Colombia no resultaron exitosos como estrategia para reunificar en torno al PSUV al chavismo descontento.

Dinero, cochino dinero… parece ser lo único que podría apaciguar a un electorado hastiado de la creciente dificultad para mantener los estándares de consumo básico en este 2015 de inflación y escasez con cifras récord (aunque desconocidas si queremos recurrir a fuentes oficiales). Entonces, a algún genio de la estrategia de campaña se le ocurre una idea fenomenal: “demos dinero, pero que pague otro”, y se prepara el decreto de aumento salarial de 30%, junto con un más que proporcional incremento del bono de alimentación.

Pero el propio gobierno asume gran parte del costo de este incremento: asalariados públicos y jubilados también recibirán el nuevo salario mínimo que, por supuesto, no ha sido presupuestado y exigirá, en consecuencia, nuevos créditos adicionales y endeudamiento. Más liquidez en la calle, más déficit fiscal… es decir, se intensifican todas las condiciones que causan la precaria situación económica que hoy padece el pueblo venezolano.

Esta estrategia parece mostrar unos gobernantes a los que poco importa el bien común, el bienestar de los ciudadanos. Mientras más se postergan las decisiones imprescindibles para corregir desequilibrios que impiden el crecimiento de la economía, mayor es la penuria que enfrenta la ciudadanía y más doloroso será el ajuste que llegará tarde o temprano. La mirada parece centrada en el corto plazo; ganar las elecciones el 6D se convierte en meta prioritaria, por encima de cualquier otra consideración.

Sin embargo, poco más de 1 mes es un tiempo muy largo para quienes hacen colas intentando estirar su ingreso devaluado. La presión inflacionaria es tal, que es improbable que el nuevo salario mínimo pueda ser un alivio, ni siquiera momentáneo. Porque en esta espiral inflacionaria, los aumentos de sueldo son como aquel corredor que se empeña en alcanzar el horizonte: no importa cuánto se esfuerce, cuánto tiempo persista o qué tan rápido pueda correr. Avanza kilómetros y kilómetros, pero nunca se acerca a esa meta que parece móvil. No importa cuánto se aumente el salario, el mínimo o el de todos: mientras no se corrijan los problemas de base, el poder de compra de la población va a seguir cayendo, así que nos seguiremos empobreciendo. Y seguirá creciendo el descontento frente a una trágica gestión de gobierno. Y parece ineludible que, pese a la grosera concentración de poderes y el desvergonzado ventajismo electoral, el gobierno de Nicolás Maduro pague su factura en las urnas.