Fernando Mires 

Nuevamente sucedió lo mismo. Al leer una novela, esta vez una de las más clásicas: El muñeco de nieve –de las muchas que tiene dedicada el noruego Jo Nesbø al carismático inspector Harry Hole– quedé con la impresión de haberla, además de leído, vivido. A otros, sobre todo a las lectoras, el magnetismo que irradia Harry las enamora.

Mas no se piense que estamos hablando de un personaje ejemplar. La verdad es que ninguna suegra lo querría como yerno. Alcohólico, obsesivo, depresivo, mal vestido, feo, es en cierto modo un antihéroe. Sin embargo, como muchos de sus antecesores literarios posee un corazoncito, un amor imposible –que por momentos se hace posible– y un hijo que no es suyo pero adora.

Harry Hole es digno representante de esa dinastía iniciada con el enigmático Sherlock Holmes (y su amado Watson) de Conan Doyle y continuada por el algo estilizado Hércules Poirot de Agatha Christie.

Philip Marlowe de Raymond Charles fue tal vez el primer “héroe sórdido”, tradición que continúa el melancólico inspector Wallander creado por la pluma de Hening Manckell, padre espiritual de grandes escritores del llamado “boom” escandinavo, entre otros, Stieg Larson y la muy actual Camilla Läckberg. Y por cierto, el mejor de todos, Jo Nesbø.

En el habla hispana Vásquez Montalbán logró promocionar un españolísimo y gastronómico equivalente de Harry Hole en la figura del inspector Carvallo. En Chile, Díaz Eterovic inventó al detective Heredia –izquierdoso por supuesto– de características muy parecidas a las de Harry Hole. El Mario Conde del cubano Padura, en algunos puntos también similar a Harry Hole, es hoy indiscutido best seller.

¿Qué tienen en común esos personajes aparte de ser sabuesos consumados? Mucho. Son individuos solitarios, con relaciones familiares quebradas, intensamente neuróticos. Pero en cuanto asumen un caso desatan una lucha sin cuartel en contra del mal representado en geniales asesinos. Persiguiendo al malvado lo arriesgan todo.

En el El muñeco de nieve Harry perdió “solo” dos dedos, su mejor amiga terminó en la psiquiatría y el amor de su vida, la siempre algo putita Rakel, lo dejó nuevamente plantado.

En gran medida todos los personajes nombrados tienen un alto sentido profesional, dicho en el sentido que Max Weber otorgó al concepto profesión, vale decir, la de profesar una actividad con extrema rigurosidad. No son moralistas, pero en cuanto ubican al malvado lo persiguen con todo el poder de sus inteligencias. Cuando los leemos es inevitable tomar partido a favor del bien y desear con todas nuestras fuerzas la derrota del mal.

Muchos, sobre todos los intelectuales cursis (¿hay algo peor que un intelectual cursi?) dirán que estoy escribiendo sobre literatura de simple diversión. ¿Pero no es divertir una tarea de la literatura? Una novela aburrida –dijo el papá de la literatura alemana, Marcel Reich-Rainicki– es una mala novela. Por lo demás, la diversión producida por un thriller no desdice su calidad literaria.

En el fondo hay solo dos tipos de novelas: las mal y las bien escritas.

Jo Nesbø domina las tres teclas de una buena novela: el humor, el erotismo y el suspenso. Pero hay más: Nesbø posee grandes cualidades poéticas y psicológicas. De pronto una breve frase, una observación al pasar, una descripción fortuita, dejan al lector con la boca abierta. Es definitivamente un gran escritor, en la mejor tradición de Dostoyevski.

¿De Dostoyevski? No, no  exagero. ¿No sabe usted acaso que Crimen y castigo fue un thriller, tal vez el primero de nuestro tiempo?

La fascinación ejercida por Crimen y castigo no reside, en mi caso, en la figura del asesino, el joven Raskólnikov, sino en la del juez Porfirio Petrovich, encargado de esclarecer el crimen perpetrado a una vieja usurera. Petrovich –quien fue el primero en formular la conocida frase: “el asesino vuelve siempre al lugar del crimen” (Freud: “el neurótico vuelve siempre al origen del trauma”)–  llegó a descubrir el caso estudiando hasta en el detalle la psicología íntima de Raskólnikov. Sin tener ninguna prueba, ya sabía quien era el asesino.

La grandeza de Dostoyevski es puesta a prueba en el hecho de que el lector conoce de antemano al autor y sus “filosóficos” motivos. De este modo el lector es dividido por Dostoyevski. Desde un punto de vista moral, uno desea que Petrovich logre apresar al estudiante. Pero el desdichado Raskólnikov no deja de despertar cierta compasión. No sucede así en las novelas de Jo Nesbø. En ellas uno se entera recién en las últimas páginas de la identidad del criminal. Y casi siempre después que las autoridades han dado por resuelto el caso culpando a algún inocente.

Pocos autores de thrillers han seguido el riesgoso esquema de Dostoyevski. No en novelas, pero sí en una serie televisiva, el destartalado inspector Columbo, magníficamente representado por Peter Falk, nos mostraba de antemano el lugar y la persona del asesinato. En la “vida real” se dan las dos posibilidades. En determinadas ocasiones sabemos quién es y donde está “el sujeto del mal”, pero en otras, tenemos que descubrirlo.

La comparación entre una trama policial y la llamada “vida real” no es antojadiza. La fascinación de los thrillers reside precisamente en que ellos condensan una suerte de quintaesencia, a saber, la permanente lucha entre el bien y el mal. Pues contra el mal combaten casi todas las profesiones del mundo. Un médico combate al mal que anida en el cuerpo, el profesor el mal de la ignorancia, el gasfitero el terrible mal de una inundación casera, y así sucesivamente.

La particularidad del thriller es que su autor no solo combate al mal sino a sus representaciones: las personas que lo ejercen. En ese punto creo constatar que una de las profesiones más cercanas a la del novelista policial es la del analista político.

Tres puntos emparientan ambas profesiones. La primera ya está dicha: en ambos espacios debemos enfrentarnos con los representantes del mal. La segunda es que dichos representantes suelen están dotados de una inteligencia fuera de lo común. La tercera es que los representantes del mal nunca aparecen como malvados. Más aún, tanto en los thrillers como en la política suelen actuar como benefactores e incluso redentores. El redentor es justamente el título de una de las mejores novelas de Jo Nesbø.

¿De qué mal estamos hablando? Vale la pena aclarar ese punto. En ningún momento nos referimos al mal como una esencia abstracta y universal. El mal, tanto en la criminología como en la política, es siempre un mal referido. El mal en las novelas policiales deviene de quienes atentan en contra del orden social. En política de quienes atentan contra el orden político. Ahora, la particularidad de ambos “males” es que sus representantes imaginan actuar en nombre de “razones superiores”.

No sin razón especificó Freud que toda psicosis es una ideología personal. Por lo mismo podemos decir que las ideologías son psicosis colectivas. De acuerdo a ambos registros, los malhechores son poseídos por un tremendo “Sobre-Yo”. Harry Hole lo sabe por experiencia.

El asesino serial de las novelas de Nesbø no mata por gusto sino en nombre de la justicia universal. Sea para vengarse de una mala madre, de una amante infiel, de un padre perverso, intenta imponer justicia, ajusticiando. El asesino según Nesbø es un justiciero. ¿No ocurre lo mismo con el malvado que en nombre de la política destruye la política?

No nos referimos a simples corruptos. Estafadores, ladrones y otros sinvergüenzas no interesan a narradores como Nesbø. Al igual que sus personajes, se especializan en grandes asesinos sublimes. Esa es quizás una de las razones por las cuales tanto en la narrativa policial como en la política el analista llega siempre con retraso, cuando el asesino ya tiene a su haber una gran cantidad de crímenes.

Fue recién después del Holocausto cuando algunos analistas políticos entendieron que Hitler no era un demonio sino un ser que en nombre de “la salvación de la patria” estaba dispuesto a acabar con toda la humanidad. Para Sebastián Haffner, Hitler fue solo un asesino en serie que logró trepar hasta la cúspide del poder. Como en muchos thrillers, los analistas de la política no supieron –algunos no quisieron– descubrirlo a tiempo. Lo mismo podemos decir de Stalin, Franco, Mao, Pinochet, Castro, Kim-Jong-Sun y otros grandes criminales que empuercan la historia moderna.

El analista político, he de reiterar, al igual que el autor de un thriller, tiene como obligación detectar las representaciones del mal, en este caso, los enemigos de la política en la política. Empresa difícil: los enemigos de la política suelen ser excelentes políticos.

La política de la antipolítica requiere de un intenso conocimiento de la política. El mismo que necesita el analista para descubrirlos a tiempo. Tarea muy complicada pues, así como ocurre en la criminología, los enemigos de la política no solo se nos presentan como portadores de altos ideales sino, además, como miembros de sistemas muy complejos.

Pese a que son seres solitarios, los grandes asesinos –como muchos des-almados políticos– cuentan con la colaboración de diversas personas, incluso al interior de los propios cuerpos policiales. Dicha colaboración se da, por una parte, mediante métodos de cooptación, pero por otra –y esta es la más decisiva– mediante el efecto de transferencia.

El efecto de transferencia suele darse cuando algunos policías asumen la misma lógica del criminal –en las novelas de Nesbø no son excepciones– y en su obsesión por perseguirlos no vacilan en torturar e incluso asesinar. Nuevamente la comparación con el mundo de la política resulta asombrosa. ¿Cuántos grandes luchadores por la libertad han terminado por convertirse en dictadores tanto o más perversos que los que derrocaron?

Lo cierto es que frente al mal y sus representaciones no cabe ninguna imparcialidad. Así como el analista policial se debe de cuerpo entero a la lucha en contra de los representantes del mal, el analista político está obligado a hacer lo mismo frente a los enemigos de la política, sea quienes sean. Al llegar a este punto deben ser diferenciadas dos nociones que tienden a ser confundidas entre sí: la de imparcialidad y la de objetividad.

El analista político como el policial se debe al ideal de la objetividad, vale decir, todas sus percepciones deben corresponder con la verdad de los hechos. Pero un Harry Hole no puede ser imparcial con los asesinos. Una cosa es entender sus motivos, otra muy distinta es perdonarlos. Un analista político tampoco puede ser imparcial frente a los exterminadores de la vida política. Todo lo contrario: su tarea será, descubrirlos, combatirlos y desenmascararlos, estén donde estén. Sea en la izquerda o en la derecha. Da igual.

Esas son las razones por las cuales quien aquí escribe ha decidido no ser nunca imparcial frente a racistas y xenófobos, frente a los aviones de Putin que ultiman a la población civil en Alepo, frente a los neodictadores latinoamericanos y otros malvados de la historia moderna. Basta con ser objetivo, es decir, ceñirse en lo posible a la verdad de los hechos.

La supuesta imparcialidad frente a la política de la maldad es simple hipocresía. O peor: es abierta complicidad.

Fuente: El Blog de Fernando Mires