Lissette González

Han transcurrido 26 años desde la publicación de “El fin de la historia” de Francis Fukuyama. Con la caída del muro de Berlín se dio por finalizada la disputa ideológica que había caracterizado el siglo XX y las élites (económicas e intelectuales) dieron por supuesto que el modelo liberal no tendría ahora más competidores. Eran tiempos de optimismo, se creía que la sociedad abierta había logrado finalmente su triunfo y nos esperaba un futuro de desarrollo de las libertades humanas.

En términos concretos, ciertamente, durante las últimas dos décadas hemos visto progresar derechos de las minorías como las comunidades GLBT. Sin embargo, las políticas públicas que se han dedicado a promover el crecimiento económico desregulando el sistema financiero, aumentando el comercio internacional y disminuyendo derechos sociales han partido de uno de los problemas básicos del liberalismo: la concepción de un hombre abstracto, que ni siquiera es el ciudadano del proyecto ilustrado, sino el homo oeconomicus, ser racional que solo persigue su interés personal, de acuerdo con los supuestos de la economía clásica.  Desde esa perspectiva abstracta, se perdió la capacidad de mirar al hombre histórica y socialmente situado, quiénes  ganan y quiénes pierden en este nuevo escenario económico globalizado.

Las políticas públicas se evalúan de acuerdo también con indicadores que son abstractos: déficit fiscal, inflación tipo de cambio o riesgo país y no tanto contrastando cuáles son las condiciones de vida concretas de las personas reales. De esta forma, la economía que estaba en las formulaciones iniciales de Adam Smith orientada a la creación de bienestar y prosperidad se ha convertido en un fin sin importar el costo que ello pueda suponer para grupos concretos de la población. Y si bien en estas últimas décadas también hemos visto la creación de convenios internacionales por la defensa de los derechos humanos, los niños, las mujeres, las metas del milenio entre otras iniciativas de las agencias multilaterales por orientar las políticas públicas hacia una mayor equidad, la realidad es que estas iniciativas son siempre subsidiarias y se asumen solo en la medida en que no interfieran con los intereses económicos nacionales.

El balance de estas décadas posteriores a “El fin de la historia” ha sido un crecimiento de las desigualdades económicas, tal como lo evidencian cada vez más estudios desde distintas disciplinas. Incluso podría discutirse si menores regulaciones y mayor apertura han significado realmente un crecimiento económico mayor que el registrado desde la postguerra hasta la década de los ochenta. Y estas preguntas resultan hoy apremiantes y no solo para el mundo académico. Desde la emergencia de movimientos como Occupy Wall Street o los indignados españoles hasta la victoria del Brexit y Trump en 2016, las aspiraciones de las poblaciones que han resultado perdedoras en esta nueva economía financiera globalizada no pueden seguir estando fuera de la agenda política.

El enorme reto es para el liberalismo político: cómo mantener la pluralidad, la tolerancia, la defensa de los derechos y de la democracia en este contexto. ¿Vamos a proteger esta economía así signifique el fin de las democracias liberales? ¿Estamos dispuestos a repensar la economía para garantizar los derechos de todos, la diversidad y la paz?