Lissette González

Muchas cosas han cambiado las últimas semanas: hasta hace muy poco, teníamos una movilización ciudadana masiva orientada hacia el logro de un objetivo concreto como el Referendum Revocatorio. Esta vía se veía como la forma de conseguir un cambio en la dura situación que enfrenta la población venezolana, solo un cambio de gobierno podría reorientar las políticas públicas e iniciar un nuevo camino. Esta vía, sin embargo, se cerró por una decisión judicial.

Frente a este revés (no del todo imprevisible) la reacción de la dirigencia de la Mesa de la Unidad Democrática fue llamar a nuevas movilizaciones y proponer una agenda de confrontación abierta para el logro de esa salida electoral. Ello se detuvo frente a la llegada de un representante del Vaticano y comenzó un proceso de diálogo entre gobierno y oposición para llegar a acuerdos en diferentes temas como los presos políticos, la ayuda humanitaria y el respeto a las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional. Con el inicio de las conversaciones se frenó la movilización ciudadana y la lectura de los acuerdos alcanzados supuso un duro golpe para muchos seguidores de la oposición tanto por el uso del lenguaje oficialista como por la percepción de que eran escasos los logros obtenidos.

Yo quisiera dejar claro que estoy de acuerdo con que se busque una solución negociada a la crisis y si el diálogo logra progresos en el respecto de los derechos sociales y políticos hoy amenazados, considero que ello es lo mejor para la población que hoy sufre una crisis sin precedentes en nuestra historia reciente. Sin embargo, al igual que muchos otros venezolanos, me siento ajena a ese proceso no solo por los evidentes problemas de comunicación que se han observado en estas últimas semanas sino además porque los dirigentes opositores no nos han convocado a acompañar estas negociaciones para que la ciudadanía presione para se alcancen ciertas metas, para que la ciudadanía pueda debatir sobre lo que debería estar en esa agenda o, incluso, los opuestos a este proceso puedan hacer llegar propuestas alternativas sobre cómo afrontar el presente momento político.

La política en democracia supone participación y debate público. Y aunque es cierto que los espacios democráticos están cerrándose con rapidez, precisamente por ello es que una propuesta re-democratizadora debe también ocuparse de los medios (cómo se toman las decisiones, por ejemplo) y no solo en los fines (el logro de un derecho constitucional como el referéndum revocatorio, entre otros).

La Mesa de la Unidad Democrática no solo cuenta en esta momento con un porcentaje mayoritario de los venezolanos que los acompañaría con su voto, tiene además un grupo de seguidores muy convencidos y militantes que lleva años marchando, organizándose (y poniendo su propio dinero) para la observación electoral o la recolección de firmas. Y este inmenso capital está siendo desaprovechado. Esas redes que se han tejido y que no están constituidas exclusivamente por militantes de partidos podrían estar hoy imprimiendo afiches, haciendo graffitis, organizando actividades de protesta simbólicas, dispersas, diseñadas para dificultar la represión. Podrían estar repartiendo volantes y llevando el mensaje que no se difunde por la hegemonía comunicacional del gobierno. Hay muchas formas de movilización ciudadana que no suponen exponerse a las garras de los organismos represivos que han dado muestras fehacientes de su disposición a eliminar al adversario. Pero el liderazgo no convoca, no conduce. Así que pierde fuerza en las posibles negociaciones (es capital es su único poder) y pierde, además, la confianza de quienes se sienten abandonados.

Entonces aparece la desesperanza hasta entre los que hasta ayer eran los más convencidos de la posibilidad de un cambio político. Y si nos toma la desesperanza, ¿cómo va a hacer el liderazgo para movilizar a su gente, incluso a votar, en un hipotético futuro?