Marielba Núñez

Hace rato que se superó la barrera de los cien días de protesta ciudadana contra la ruptura del orden constitucional y los abusos gubernamentales que, en uno de sus últimos capítulos, pretenden imponer una asamblea constituyente rechazada por la mayoría.

Son más de tres meses que quedarán grabados con sangre y dolor en los hogares de cientos de miles de venezolanos que han visto de cerca el rostro del terror, un rostro de persecución, violencia, tortura, muerte. Parte de ese inventario de horrores fue documentado por el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, en el tercer informe que presentó sobre la crisis de Venezuela, en el que señala que el régimen que encabeza Nicolás Maduro “ha creado una ‘nueva normalidad’ en la que el Estado utiliza la violencia institucional sistemática en una guerra sucia contra el pueblo”.

El color de esa rutina a la que se pretende acostumbrarnos es, literalmente, rojo: durante los últimos meses, más de cien personas han sido asesinadas por la violenta represión gubernamental o en situaciones vinculadas con ella.

Basada en la información recabada por el Ministerio Público y por varias ONG, la descripción presentada por Almagro a los países del continente comienza por denunciar el desproporcionado uso de la fuerza contra los manifestantes por parte de funcionarios de la Guardia Nacional, la Policía Nacional Bolivariana y las policías regionales de Táchira, Barinas, Carabobo y Aragua, lo que incluye la utilización de la “ballena” y de bombas lacrimógenas con la deliberada intención de causar lesiones.

El dato siguiente contiene la lista de los caídos durante manifestaciones, con algunos nombres que se han hecho familiares para los venezolanos. Basta con mirar las edades de los fallecidos para conmoverse: la tercera parte no supera los 21 años de edad.

Esa otra faceta de la cotidianidad de terror que nos ha sido impuesta, la de las torturas infligidas a quienes protestan, también aparece expuesta con detalle en el documento de Almagro, relatada a partir de las pruebas y los testimonios recopilados por la fiscalía y las ONG: allí se narran crueldades que incluyen detenciones arbitrarias con extrema violencia, disparos a quemarropa, golpes con objetos contundentes aplicados durante el confinamiento, descargas eléctricas, agresiones con sustancias tóxicas y excrementos, reclusión en condiciones inhumanas, negación de atención médica, abusos sexuales y violaciones.

Todos estos crímenes cometidos por los cuerpos represivos del Estado ocurren mientras alrededor continúa el doloroso paisaje de la crisis humanitaria causada por la desaparición de los alimentos y las medicinas, un sufrimiento que el texto atribuye, sin dudarlo, a “la negligencia criminal del gobierno”.

Cada palabra asentada en este informe forma parte del tejido de una memoria, ya imborrable, de lo que Almagro califica como una política para “aterrorizar al pueblo venezolano en una campaña planificada para aplastar la oposición al régimen”.

Contrario a lo que piensan sus perpetradores, el horror de sus crímenes no se quedó en el silencio y la oscuridad de las celdas y en la humillación y el miedo que quisieron infundir en sus víctimas, sino que se muestra claramente, a plena luz del día, y se ha convertido en una poderosa verdad por la que tendrán que responder.