Lissette González

En estos tiempos de alta polarización del discurso político, lo “social” es un tema poco valorado por algunos sectores en los cuales se considera que el haber centrado las políticas públicas en torno a objetivos sociales ha sido la causa de los males económicos que nos aquejan. Sin embargo, el escenario que se pronostica para el próximo año en virtud de la caída de los precios del petróleo, que supone una agudización del déficit fiscal, de la inflación y de la escasez, por el contrario, debería llamarnos a poner los efectos de esta crisis sobre la población como primera prioridad de la agenda. Para ello es imprescindible comenzar por aclarar algunos conceptos básicos.

En primer lugar, ¿ha estado realmente lo social en el centro de la agenda de estos 15 años de revolución bolivariana? Sí y no. Efectivamente, sí ha sido el centro del discurso y se han creado multiplicidad de programas e iniciativas; pero estas estrategias no han estado basadas en una concepción de derechos ciudadanos, no ha fortalecido la ciudadanía sino que acentuado la concepción paternalista y clientelar de las políticas sociales.

Para entender la diferencia entre una cosa y otra, permítanme partir de la imagen de la caridad. Cuando alguien necesitado recibe una ayuda por caridad, la relación que se establece entre ambas partes no es simétrica: alguien es vulnerable y necesitado, mientras que el otro es superior en algún sentido (tiene más dinero, es bueno) y decide ayudar. El necesitado en este escenario no tiene derecho a esa ayuda, no hay una razón intrínseca para merecerla; la recibe por la bondad del otro. Esta misma racionalidad es la que aplica en la política paternalista: el gobierno ayuda a los pobres porque es bueno. Cuando el vínculo es clientelar, no solo el necesitado carece de derechos, sino que solo recibirá ayuda a cambio de algo: una firma, la asistencia a una marcha o el voto por un candidato o partido.

En ambos casos, está ausente la noción de derechos sociales puesto que el reconocimiento de un derecho implica que las instituciones públicas adquieren una obligación de hacerlo cumplir. Por tanto, si hay un derecho recibir la ayuda no es un favor producto de la bondad ni un premio a la lealtad; se recibe lo que corresponde y, de no recibirlo, puede ser exigido dentro del propio contexto institucional.

Nada más lejano a lo que ha sido la política social de los últimos años. Y el efecto de este debilitamiento de la ciudadanía social probablemente se verá pronto, puesto que en un escenario de déficit, siempre lo social es lo más fácil de recortar.  Ese fue el escenario de los años ochenta. Nos enfrentamos a una nueva crisis, con una ciudadanía tan o más desprotegida que en la década perdida. Y aunque en medio de esta vorágine es un alivio que siga existiendo la caridad (peor sería no tener ninguna ayuda), la tarea es construir una institucionalidad basada en la solidaridad, donde un mínimo corresponda a todos como derecho.