Francisco José Virtuoso
Los largos relatos de la pasión de Jesús en los evangelios ponen de manifiesto el drama de un hombre justo, bueno y santo, enfrentado con saña por los poderosos de su tiempo, expuesto al escarnio público, traicionado por los suyos, reducido a la soledad y al desamparo total. Para los cristianos, ese hombre es el Hijo de Dios, el Mesías, el «enviado», que nos revela que la tierra de paz, fraternidad, justicia y libertad, tantas veces soñada y proclamada, es posible en la medida en que asumimos la verdad en toda su radicalidad y no transigimos ante el mal, sirviéndonos para ello no de la venganza, la espada y la muerte, sino del servicio y la entrega, hasta de la propia vida.
Jesús fue un Mesías que decepcionó a muchos. No asumió la figura del mesías político que liberaría a su pueblo del dominio extranjero, que implantaría de nuevo el recordado y glorioso reino de David. No fue tampoco el mesías de gestos espectaculares de gloria y poderes especiales. Siempre rechazó la tentación de utilizar sus milagros como signos de su propia grandeza y poder.
Su mesianismo fue muy especial. Su tarea fue anunciar la cercanía del reinado de Dios, como un profeta itinerante entre la gente de su pueblo. A todos los invita «entrar» en el reino de Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas. Jesús camina entre campesinos y pescadores, entre ellos enseña, sana y reconcilia. El evangelio lo dice de manera clara y directa: «Fue caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando y anunciando la buena noticia del reino de Dios».
Los estudiosos del Jesús histórico afirman de manera unánime lo siguiente: «Nadie ve en él a un maestro dedicado a explicar las tradiciones religiosas de Israel. Se encuentran con un profeta apasionado por una vida más digna para todos, que busca con todas sus fuerzas que Dios sea acogido y que su reinado de justicia y misericordia se vaya extendiendo con alegría. Su objetivo no es perfeccionar la religión judía, sino contribuir a que se implante cuanto antes el tan añorado reino de Dios y, con él, la vida, la justicia y la paz».
Profeta del reino de Dios, maestro de la palabra, poeta de la compasión. Ese fue Jesús. Pero también un crítico muy duro de los poderes que en nombre de Dios, del Estado o de la tradición oprimían a la gente. Su presencia pública desencadena un proceso que termina con un juicio, cuya sentencia estaba dictada de antemano: es conveniente que muera por el bien de la religión y de la estabilidad del orden político.
Los relatos de la pasión ponen al descubierto las diversas patologías del poder y la religión. En el juicio a Jesús se manifiesta la arrogancia y soberbia de quienes amparados en el poder político se sienten con la potestad de decidir sobre la vida y la muerte de aquellos que están bajo su imperio. La hipocresía del apego a las formalidades jurídicas cuando solo se busca legitimar las decisiones ya asumidas. La utilización de la voz del pueblo para teñir de democracia lo que es un dictamen autocrático. Y, por supuesto, la utilización del nombre de Dios para corregir severamente lo que se considera una blasfemia.
Publicado en el diario El Universal el 1 de abril de 2015