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“¡Se sientan, coño!”

Elías Pino Iturrieta

No es la primera vez que las cortes españolas reciben una afrenta, aunque quizá no estén acostumbrados los diputados que ocupan sus escaños a escuchar insultos desproporcionados. De allí que, en la historia de la institución, todavía se sienta el eco de las palabras de Antonio Tejero, teniente coronel de la Guardia Civil, cuando irrumpió contra la representación nacional el 1° de abril de 1981. «¡To’ el mundo al suelo! ¡Se sientan, coño!», gritó el jefe de la soldadesca ante los miembros del Parlamento sorprendidos y desarmados frente a la irrupción. Los parlamentarios en su momento, pero después todos los que pudieron observar la escena a través de la televisión, no solo se sobrecogieron por la embestida de la militarada, sino también por el vocabulario soez del agresor. Ni en las discusiones más escabrosas del proceso de restauración de la democracia habían sonado en la Cámara madrileña voces tan oscuras.

Hoy sonaron de nuevo, por desdicha. No salieron de la tribuna de oradores tomada por asalto con pistola cargada, sino desde la lejana Caracas. El individuo que las desembuchaba no protegía su cabeza con el negro bicornio que en los tiempos del franquismo significó dolor y opresión, sino con las insignias de la República Bolivariana de Venezuela. ¿Qué dijo el jefe del Estado a los miembros de las cortes, después de que osaran opinar sobre la represión reinante entre nosotros por su orden y bajo su responsabilidad de primer mandatario? «Vayan a opinar de sus madres», vomitó entre otras lindezas dedicadas como si cual cosa, como quien ve llover bajo la protección de un techo sin goteras, a la descalificación de una clase política corrupta que se atreve a levantar la voz contra la pulcra administración que él encabeza. Increíble, pero cierto.

Pero, ¿por qué el presidente venezolano se empeñó en imitar al protagonista del Tejerazo? En la víspera, la mayoría abrumadora de las cortes suscribió un acuerdo con el objeto de solicitar la libertad de los presos políticos encerrados de manera arbitraria por la «revolución bonita» y sometidos a numerosos vejámenes. El acuerdo contó con el apoyo de las principales organizaciones de la democracia española: el gobernante PP, el opositor PSOE, el Partido Nacionalista Vasco, el catalán CiU y el grupo centrista UPyD, conmovidos por una asfixia de las libertades democráticas que es evidente en Venezuela y sobre cuyo conocimiento abundan, dentro y fuera del país, testimonios que claman al cielo. En suma, las opiniones más calificadas y escuchadas de la democracia de España llaman la atención sobre una crisis de derechos humanos, es decir, sobre un tema universal que no admite fronteras ni vacilaciones, para topar con la resurrección tropical de Antonio Tejero.

Los diputados españoles saben lidiar con sujetos de esta laya. Lo demostraron en 1981 y ya veremos cómo hacen faena de postín, o desaire de lujo, frente a un cavernario de nuevo cuño. Tal vez realizarán un trasteo semejante los senadores de Chile, que acordaron también una condena contra los esbirros bolivarianos y seguramente recibirán la correspondiente tempestad de improperios. Quizá escuchemos mañana al presidente Maduro, por ejemplo, aconsejar a la senadora Isabel Allende que opine de su progenitora antes de meter el dedo en las carnes impolutas de la «revolución». No sería insólito, debido a que en materia de insolencias recibió el actual mandatario las enseñanzas de su predecesor. De tal palo, tal astilla. En los últimos lustros el derecho de gentes se ha traducido aquí en una cartilla de zafiedad, capaz de provocar vergüenza entre propios y extraños.

Como venezolano aclimatado en los usos de la democracia representativa, o familiarizado con ellos, uno se siente abochornado ante los diputados españoles, y ante sus representados, por la patada del presidente Maduro, inadmisible y contraproducente a estas alturas de la evolución de los tratos entre los pueblos. Una respuesta deplorable. Pero es lo mismo que quiere hacer y hace con la mayoría de la sociedad venezolana. Todos los días nos grita como gritaba su jefe, el Comandante Eterno, el Gigante: «¡To’ el mundo al suelo! ¡Se sientan, coño!». Y este ya no es un problema que necesariamente competa a la antigua metrópoli.

Publicado en el diario El Nacional el 19 de abril de 2015

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