Marielba Núñez 

Casi siempre, cuando pensamos en Nepal, visualizamos la gigantesca cordillera del Himalaya, la morada del Everest, la montaña más alta del planeta que, con sus 8.848 metros sobre el nivel del mar, atrae a viajeros de todas partes del mundo y a deportistas especializados en desafiar condiciones extremas. Sin embargo, el terremoto de 7,8 grados que se registró el sábado en ese país se encargó de mostrar con crudeza el otro rostro de una nación con una población pobre y frágil, donde no era difícil anticipar no solo que ocurriría un agresivo movimiento telúrico, —como cuenta el servicio de noticias de BBC que hizo un equipo científico de la Comisión de Energías Alternativas y Energía Atómica de Francia—, sino también las desastrosas consecuencias que tendría. Cualquier pronóstico, en todo caso, no disminuye el horror de saber que, al momento de escribir estas líneas, la cifra oficial de fallecidos a causa del sismo suma 5.057 y la de heridos, más de 10 mil.

Así como ha sucedido en el caso de otros desastres naturales, como el terremoto que golpeó severamente Sichuan, China, en 2008, o el que asoló Haití en 2010, donde las muertes se contaron por decenas de miles, lo que acaba de ocurrir en Nepal obliga a recordar el consenso construido entre organizaciones internacionales y expertos sobre la relación que existe entre las condiciones socioeconómicas de una población y el riego de desastre. Como explica el informe mundial La reducción del riesgo de desastres, un desafío para el desarrollo, elaborado por un equipo especializado a solicitud del PNUD, no es el fenómeno natural en sí mismo, ni tampoco únicamente la cantidad de personas expuestas a él, lo que puede condicionar la letalidad de un evento de este tipo, sino la vulnerabilidad de la población, entendida como un conjunto de factores que impiden que los individuos puedan afrontar una situación como esta y recuperarse luego. Esos condicionantes incluyen, cita el documento, factores económicos, como la precariedad material o la falta de recursos; sociales, como una deficiente red de ayuda o de organización social, y ambientales, como la fragilidad de los ecosistemas o su degradación.

La revisión de los datos, a partir de los modelos que miden el riesgo de desastres, revela que son los países con un índice de desarrollo humano bajo o medio los más propensos a sufrir pérdidas humanas a causa de fenómenos como terremotos, ciclones o inundaciones. El reciente acuerdo alcanzado por la Conferencia Mundial de Naciones Unidas celebrada en Sendai, Japón, en marzo, en sustitución del Marco de Acción de Hyogo, enfatiza en la necesidad de entender este enfoque de lo que significa el riesgo de desastres y de adoptar planes nacionales de prevención, comprometidos, entre otras cosas, a darles relevancia a la innovación tecnológica y a la planificación urbana. También hace un llamado a fortalecer políticas de inclusión y mecanismos sociales para la protección de las comunidades, sin olvidar que ello incluye «servicios básicos de atención médica, materna, neonatal e infantil, seguridad alimentaria y acceso a vivienda y educación para la erradicación de la pobreza». El mundo ya tiene una ruta trazada para evitar futuras tragedias.