Fernando Mires
A veces se confunden, siempre se entrecruzan, no pueden vivir la una sin la otra y, sin embargo, son muy diferentes. La diferencia surge desde una posición básica. Mientras la teología comienza y termina en Dios, la filosofía, sin negar a Dios, pero sin afirmarlo tampoco, no puede llegar a ninguna respuesta definitiva y al final se encontrará siempre con ese vacío desde donde ella misma proviene.
La filosofía carece del don de la revelación. La filosofía está destinada entonces a fracasar frente a su propio vacío. Pero, ¿quién podría negar que en ese fracaso reside justamente su grandeza? Haciendo uso de la filosofía, es decir, del pensamiento, podemos elevarnos desde nosotros mismos y acceder, gracias al alma que nos guía, al mundo del espíritu, al del Logos, al del saber que para nosotros, los humanos, nunca puede tener un fin definitivo. La filosofía viene de y termina en el vacío de su propio abismo.
El filósofo piensa al mundo desde su abismo: desde su abismo de ser humano y desde el abismo del mundo, un abismo que lo separa de todo lo que está más allá del ser y del mundo a la vez. Pensar el mundo desde su vacío es, además, la única posibilidad de pensarlo.
Pero si la filosofía comienza y termina con la nada, es decir con el vacío, es decir, con la muerte, es decir con el no-ser, la teología comienza y termina con la vida, y por lo mismo, con una vida que no tiene comienzo ni final: la vida eterna, la vida de Dios.
La teología, para decirlo en breve, piensa al ser del estar aquí desde la perspectiva de la eternidad. La filosofía, en cambio, piensa al ser del estar aquí desde la perspectiva del vacío, esto es, de la nada.
El punto de partida y de llegada de la filosofía no puede ser entonces más que eso: un espacio vacío (tan vacío como la tumba vacía de Jesús). Hasta esa tumba, y nunca más allá debe llegar el Dios de los filósofos. Debido a esa razón, la eternidad para la filosofía solo puede ser, en el mejor de los casos, una simple hipótesis, o como lo fue para Kant: “Un postulado de la razón práctica”. O dicho en términos actuales: para Kant, como filósofo, Dios no era la solución, sino el problema.
La resurrección y la ascensión de Jesús (hacia la eternidad) no pueden ser en sí objetos de la filosofía, pero sí pueden y deben ser pensadas como representación simbólica de la tragedia de la condición humana. A la vez, ambos milagros solo pueden ser entendidos desde la perspectiva ofrecida por la matriz que ofrece el milagro de la tumba vacía. Entre el vacío de la tumba, la resurrección del cuerpo y el retorno de ese cuerpo a la eternidad de donde vino, hay una estrecha filiación.
La tumba vacía de Jesús posee una tremenda carga simbólica. Pues no la muerte como fenómeno biológico, sino el vacío que sigue a la muerte es la pregunta que brota de toda filosofía. No se trata, por cierto, de cualquier pregunta. Es la pregunta, repito, sin la cual la misma filosofía no podría haber nacido.
Solo podemos pensar acerca del sentido de la vida desde la perspectiva de nuestra propia mortalidad. Pero a la vez nadie puede pensar sin preguntar. Antes de cada respuesta hay un vacío. Incluso, la respuesta teológica de la resurrección y de la ascensión de Cristo surge de un vacío: ese es el vacío de la tumba vacía.
No deja de ser interesante constatar que el milagro de la tumba vacía de Cristo, según Juan —de los cuatro evangelistas oficiales el más “filosófico”— fue “visto” antes que nadie por la Magdalena. Motivo por el cual es imposible no hacerse la siguiente pregunta: ¿no estaba “viendo” la Magdalena en la tumba el vacío de su propio corazón? Si así ocurrió, la poética de Juan sería aun más hermosa de lo que es. ¿Quién, habiendo perdido a un ser amado no ha sentido un vacío, un vacío que puede llegar a permanecer para siempre en la memoria?
Para algunos teólogos el descubrimiento de la tumba vacía es solo un detalle sin importancia, un simple preámbulo que precede al milagro de la resurrección. Que eso no es así lo demuestra muy bien la teo-lógica de Benedicto XVl. En el segundo tomo de su Jesús de Nazareth, opina el papa Ratzinger que la tumba vacía no es un relato adicional, sino la condición de la resurrección (del mismo modo —se agrega aquí— que la resurrección es una condición de la ascensión). No es la muerte del cuerpo, según Ratzinger, el hecho que posibilita la ascensión, sino la desaparición del cuerpo, es decir, el vacío de cuerpo.
El cuerpo muerto no es “un no-es”. El cuerpo de un muerto “es” un muerto. Eso significa que si bien el cuerpo de un muerto no está vivo, el cuerpo del muerto contiene vida. En ese sentido la liberación del alma del cuerpo precisa de la no-presencia del cuerpo.
En el capítulo último de su Jesús, Ratzinger argumenta en estricta consonancia con las tradiciones judías de la era precristiana. No obstante —y aquí comienza Ratzinger a pensar en “cristiano”—, al ser Jesús no solo representación de Dios, sino Dios sobre la tierra, su cuerpo quedará excepto de todo proceso de descomposición natural, pues Dios es natural y sobre-natural a la vez.
Habiendo perecido el cuerpo de Dios, solo puede haber un vacío del mismo modo —agrego yo— como Dios, de acuerdo con todas las teologías, cristianas o no, creó al mundo desde el vacío absoluto de la nada.
En estricto sentido teológico, la tumba vacía de Cristo fue un milagro, pero a la vez fue el único milagro que en lugar de actuar a través de la existencia de un hecho nuevo, actúa a través de una ausencia: la tumba vacía.
En el vacío de la tumba, Dios nos reveló su ausencia del mismo modo como su presencia fue revelada a través de la resurrección, cuyo sentido, repetimos, es su ascensión. Y bien, esa nada, ese vacío de ser, esa ausencia de la presencia de Dios, es un punto que une al pensamiento filosófico con el teológico. De ahí que muchas veces, cuando intentamos asomarnos a través de la ventana que se abre después de la muerte, nos encontramos algunas veces con teologías filosóficas y otras con filosofías teológicas.
Quizás la teología filosófica no ha tenido ni tendrá jamás un mejor representante que Tomás de Aquino. A Tomás, de quien Agustín dijo que llevó la lógica de la razón hasta los límites de la fe, debemos la primera formulación relativa a la imposibilidad de separación entre energía y materia, aceptando, claro está, que el concepto de energía es equivalente al concepto de alma (ánima) en Tomás.
Efectivamente, según Tomás puede haber materia sin energía (alma), pero no puede haber energía (alma) sin materia. Así nos explicamos por qué Tomás desarrolló en su Compendio de teología el concepto de “ánima corpórea”. Por supuesto, Tomás no estaba interesado en comprobar uno de los principios básicos de la física moderna, pero sí buscaba, desde el punto de vista teológico, demostrar de modo lógico la creencia evangélica en la resurrección de los cuerpos.
Cada ánima busca a su cuerpo, fue la premisa de Tomás. Luego, el cuerpo es la puesta en forma del alma en el mundo. En consecuencia, el alma solo puede resucitar bajo la forma de cuerpo, del mismo modo como Jesús resucitó de entre los muertos: de cuerpo presente. “Él se presentó vivo” (Hechos 1:3) a las mujeres cerca de la tumba (Mateo 28: 9-10), a sus discípulos (Lucas 24: 36-43) y a más de otras 500 personas (1 Corintios 15:6).
Tendría que pasar muchos siglos para que después del santo de Aquino, un filósofo alemán, me refiero a Friedrich Schelling (1775-1854) volviera a plantearse la temática de santo Tomás, pero esta vez desde una perspectiva teológica y filosófica a la vez.
De acuerdo con el Schelling de su texto central Über das wesen der menschlichen Freiheit (Sobre la esencia de la libertad humana) en el cosmos reina orden y caos, y ambos son interdependientes. El cosmos, a su vez, es expresión de un orden superior al que Schelling llama el Ser Total, es decir, el Ser Absoluto e Infinito. Y bien, en ese cosmos —punto donde Schelling sigue a Platón— el ser humano es la única instancia que gracias a su pensamiento se encuentra en condiciones de acceder o pre-sentir el espíritu del Ser. Mas, a la vez, el ser humano es materia, y luego tiene dos opciones: hundirse en la oscuridad de la materia o buscar (ascender hacia) la luz eterna. Esa dualidad es, para Schelling, la esencia de la libertad. Pero al mismo tiempo —he aquí el agregado teológico que introduce Schelling a la filosofía platónica— esa no es solo esencia humana, sino una que deriva de la existencia del propio Ser Total. En palabras teológicas: si Dios es Dios, lo integra todo, y por lo tanto, la propia negación (vacío) de Dios se encuentra en Dios. Dios puede encontrarse incluso en su ausencia, por ejemplo, en una tumba vacía de Dios.
Trasponiendo la tesis hacia el discurso teológico podemos afirmar que, según Schelling, Dios es la vida y por eso también es la muerte. O también: Dios está en lucha consigo mismo y nosotros, hijos de Dios, vivimos en lucha en y con nosotros mismos (agonía, antagonía). Esa lucha entre el Bien y el Mal (la vida y la muerte) es universal, cósmica y divina a la vez.
Según Schelling, el universo está sometido a dos principios: el de reclusión del ser en sí mismo (hundimiento del ser en la materia no viviente) y el de expansión: salir del sí mismo (Selbstheit) hacia el más allá. Si asumimos el segundo principio, salimos en búsqueda de Dios. Se trata, luego, de una opción. Una opción frente a la cual somos libres. Pero —ahí reside ese derivado de la libertad de la cual nosotros, y nadie más que nosotros, somos responsables—: si no elegimos el camino de Dios (ser en expansión), traicionamos nuestra libertad de ser. Dicho con otras palabras: no seremos más que una tumba vacía.
De una lectura profunda de Schelling, extrajo, dicho casi con seguridad, el teólogo existencialista Rudolf Bultmann (de quien Hannah Arendt fue su discípula) algunas nociones fundamentales que apuntan hacia la formulación de una teología del milagro de la tumba vacía.
En su libro Jesús explica Bultmann cómo la toma de decisión entre la muerte y la vida no solo es sucesiva, como aparece en los relatos evangelistas, sino, además, existencial. Así entendida, la muerte no puede ser separada de la vida. En cada cuerpo humano, ambos principios, la muerte y la vida, luchan sin cesar, coexistiendo en la contradicción que los une y separa a la vez.
En consecuencia, si sustituimos el concepto alma (ánima) por el concepto vida, que es según Bultman el aplicado por los evangelistas, Jesús vino a demostrarnos que la resurrección puede ocurrir en cada uno de nosotros.
La vida, efectivamente, es agónica en el más estricto sentido de la palabra. Cada segundo, algo está muriendo en nosotros. Cada segundo algo resucita en nosotros. Esa lucha, que en la filosofía termina con la muerte de cada uno, es transferida por la teología hacia el espacio que comienza con la muerte. La resurrección, luego, no solo es un hecho post-mortal. Es además una condición necesaria para la reproducción de la vida.
Ese fue también el punto al que llegó Sigmund Freud cuando en su libro Más allá del principio del placer reconstituyó, a través de la lucha permanente que libraban los impulsos de la vida en contra de los impulsos de la muerte (Eros contra Tánatos) en sus pacientes, la razón por la cual muchos de ellos, derrotados por los de la muerte, eran atraídos hacia la materia en estado inorgánico, vale decir, hacia el mundo del vacío: el de la nada.
Cuando el alma se nos va, perdemos el ánimo. Hoy no tengo ánimo significa decir, hoy no tengo mucha alma (ánima). Estoy des-animado. Esos, los del des-ánimo, son los momentos de “la caída” hacia esta tumba vacía de la cual todos venimos. Son también los momentos del descenso, de la pérdida de los sentimientos, de la fe e incluso de la razón. Pero, como contrapartida, también existen los momentos del entusiasmo (en alemán Begeistereung: ‘ascensión’), o como decimos en lenguaje cotidiano, aquellos cuando el alma nos es devuelta al cuerpo. Son los momentos que nos inducen a elevarnos hacia el espacio del espíritu (los ángeles de la Biblia). Ese mismo espacio que algunos han creído encontrar en el arte, otros en la religión, pero no todos en el amor.
Supongamos durante un instante que la historia de la vida de Jesús hubiera finalizado con el milagro de la tumba vacía. Con ese final, la cristiana habría sido una simple religión de la muerte. Sin embargo, la revelación de Cristo no solo reside, como tantos imaginan, en la crucifixión. Tampoco en el vacío de su tumba. La revelación de Cristo reside en el cuerpo de su resurrección, en el reencuentro final con esa vida que siempre triunfará sobre la muerte.
Nadie ha podido expresar esa idea mejor que san Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Corintios 15, 14).
Sin esa vida que nace y renace en y con nosotros, ascendiendo a través del amor en y con nosotros, no seríamos más que un sepulcro vacío. Hay quienes han llegado a serlo, incluso antes de morir.
Fuente: El Blog de Fernando Mires