Luis Ugalde
Las revoluciones marxistas se hicieron para instaurar la plena felicidad humana en la tierra. Con su triunfo se eliminaría la propiedad privada de los medios de producción, y se extinguirían el Estado y la religión, las tres argollas que amarran la miseria humana. Así liberada, la humanidad se desaliena y se encuentra consigo misma en “un mundo con corazón”. Ese es el mundo que querían construir los comunistas, sin miseria ni dolor. Por eso impacta ver que en Cuba, donde el Estado es todo, ahora se busca atraer empresas privadas exitosas para aliviar la miseria de su pueblo, y oír a Raúl Castro confesando que su reciente visita al papa “es la más importante de toda mi vida” y que le despierta añoranzas y remueve las brasas de la antigua oración en el colegio de jesuitas.
Muchos pensarán que todo es una comedia cínica y oportunista, pero me inclino a pensar que, más allá de las ideologías, no es posible renunciar al misterio humano, que es el amor que da sentido a la vida. Trotsky dijo alguna vez que ellos, los marxistas, iban a hacer el mundo de justicia y amor prometido y no cumplido por los cristianos.
Ni los cristianos, ni los marxistas, ni los sacerdotes ilustrados de la diosa Razón trajeron el prometido paraíso a la tierra, porque esa plenitud es imposible, aunque inevitable su búsqueda permanente. La otra cara de esa permanente utopía es el misterio del amor trascendente, fuente de vida inagotable en el corazón humano, fuente que salta hasta la vida eterna, como dice Jesús. Amor que no llega a puerto en este “mundo sin corazón”, pero sí enciende millones de corazones, de chispas divinas que iluminan la noche estrellada de la vida.
Marx decía que la religión es el opio para adormecer el dolor del pueblo y cultivar la resignación sumisa, es el suspiro en la miseria y el centro de un mundo sin corazón. La humanidad, adolorida, explotada y enajenada, inventa la religión como analgésico, como evasión y como ilusión de otro mundo “con corazón”, donde proyecta las frustraciones de este mundo desalmado. Antes que los marxistas, los racionalistas ilustrados prometieron que la diosa Razón, blandiendo la antorcha iluminista, iba a disipar las tinieblas de la religión oscurantista. Y como el mal ―decían― es fruto de la ignorancia, la razón ilustrada barrería las tinieblas penetrándolas con su luz. El hecho es que, en el mundo religioso de ayer o en el agnóstico de hoy, los seres humanos terminan experimentando que la Torre de Babel de este mundo, que construyen con ilusión liberadora, no logra alcanzar el cielo. A pesar de todas las revoluciones de la racionalidad instrumental y del paso de la pobreza a la abundancia y al consumo sin límites (al menos en algunos sectores), la humanidad sigue añorando a Dios, que es amor. La razón y toda la ciencia no agregan a la vida un gramo de amor; aunque sí lo dotan de instrumentos para el bien, pero sin desterrar el mal. El reino de Dios no es un estadio definitivo en la tierra, sino el camino y la búsqueda de plenitud en el amor desde la fuente interior de cada uno, donde Dios-amor habita. En el siglo XXI no son reconocibles la pobreza y el atraso de tiempos anteriores, pero poco cambia en cuanto a falta del reinado del amor, de la justicia y de la paz. Trilogía que se cultiva en el reconocimiento cordial de los otros y la afirmación de pueblos y de razas en toda su variedad y diferencias.
Desde luego, las religiones (muy concretamente la cristiana) siempre tienen que vencer la tentación de bendecir tiranías o de parecerse a los reinos (de poder y posesión) de este mundo, creando deformaciones institucionales corroídas en parte por el espíritu mundano. Vemos al papa Francisco como un hombre llamado a centrar a la Iglesia en su misión de hacer visible y cercano a Jesús de Nazaret en la vida cotidiana, hacer ver que los pobres valen más que los poderes de este mundo que los excluyen; a escuchar la invitación de Jesús ―como a Nicodemo en su visita nocturna― a “nacer de nuevo en espíritu y en verdad”. Como decía Einstein: “Si limpiásemos de clericalismo el judaísmo de los profetas y el cristianismo, tal como Jesús nos lo enseñó, entonces tendríamos una religión capaz de salvar al mundo de cualquier mal social”. Tal vez Castro, con Francisco, encuentra algo de esto que comentamos y que parece tan necesario para la Cuba posrevolucionaria y la Venezuela de grandes palabras y acciones miserables que matan la esperanza que despertaron. También Cuba y Venezuela tienen que nacer de nuevo “en espíritu y en verdad”.
Publicado en el diario El Nacional el 21 de mayo de 2015