Marielba Núñez

La imposición de cuotas de elección de mujeres en la Asamblea Nacional debería ser totalmente innecesaria. En un mundo ideal, lo lógico sería que no hubiera ningún tipo de barreras para la participación igualitaria en toda instancia política, pero bien sabemos que no estamos en un mundo ideal y a las cifras podemos remitirnos: el último informe de Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio indica que las mujeres ocupamos, en promedio, 21,8% de todos los escaños parlamentarios, aún lejos del 30% que se fijó como mínimo aceptable. En el caso venezolano, de acuerdo con los datos de la Unión Interparlamentaria, las cifras de presencia femenina se quedan en un nada honroso 17%.

En todo caso, las reglas anunciadas por el Consejo Nacional Electoral que obligan a aumentar las cuotas de mujeres en las postulaciones para la asamblea, se afincan en lo que en realidad es un compromiso del país de cara a los retos del desarrollo. Que la medida responda a esa obligación mitiga pero no elimina la sospecha de que se hayan aprobado de forma extemporánea para favorecer una estrategia del gobierno, pues aunque se hubieran dado conversaciones con los partidos sobre la inminencia de la disposición, nunca se hicieron públicas hasta después de las primarias de la oposición. En todo caso, tan lamentable es que la Mesa de la Unidad no haya tenido la iniciativa de garantizar la paridad como que el gobierno pretenda usarla como un as bajo la manga para asegurarse una ventaja.

Sin duda, la presencia paritaria de hombres y mujeres en el parlamento es un enorme paso a favor de la igualdad pero no servirá de nada si es sólo una excusa para apuntalar un proyecto político que restringe las libertades, cuando se sabe de sobra que es la democracia la que puede garantizar un avance verdadero de los derechos femeninos. Qué mejor ejemplo de lo frágil que puede resultar esa presencia que lo ocurrido con la diputada María Corina Machado, a quien se le arrebató su investidura con un artificio jurídico. No es fácil borrar de la memoria cómo sus propias compañeras parlamentarias la insultaron de una forma vergonzosa.

Esto nos lleva a preguntarnos de qué nos sirve una representación de mujeres que se presta a ser usada por el poder para perseguir y silenciar a otras que no piensan de la misma manera. ¿Sinceramente podemos considerar que estamos logrando avanzar en la igualdad femenina si tenemos que hablar el lenguaje de la adulación y la sumisión? Es bien conocida la imagen del florero para hablar de la mujer como un trofeo que se exhibe pero que no tiene verdadero derecho a pensar y a actuar por sí misma. Si esas son las condiciones para la presencia de las mujeres en la asamblea, sólo estaremos en presencia de otra versión del florero.