Marielba Núñez
Eran tiempos de dictadura. A las puertas de la Cárcel Modelo de Caracas se arremolinaban las esposas de los presos políticos del régimen de Marcos Pérez Jiménez. Al dolor del encierro de sus seres amados, se añadía la angustia de no saber cómo sacar adelante a las familias que tenían a su cargo, especialmente a los niños. Buscaban formas para ayudarse mutuamente y de ese espíritu femenino de solidaridad surgió una idea brillante: canjear los textos escolares que sus hijos ya no usaban por otros que les podían ser útiles.
Esa iniciativa, que trocaba la desesperanza por futuro, fue la semilla de la que nació un tiempo después el Banco del Libro, una institución que está celebrando por estos días 55 años de fundada, pero cuyo destino se incubó unos años antes, al abrigo de aquellas emprendedoras. Fue posible conocer de primera mano esa historia el pasado 13 de julio, gracias al primero de los Reencuentros Testimoniales que la institución ha programado con motivo de su aniversario. Quien la contó fue Lutecia Adam, que recordó que su hermana Luisa fue precisamente una de las primeras en prestar los pasillos de su casa para que se llenarán de aquellos libros que luego pasarían de unas manos infantiles a otras.
El hilo continuó tejiéndose e involucró entonces a muchas otras personas, entre ellas a Virginia Betancourt, quien no solo le dio bases organizativas al banco, sino que con el tiempo llegó a liderar la transformación de la Biblioteca Nacional y la consolidación de la red de bibliotecas públicas a lo largo del país. Aquella primera idea de garantizar que los libros llegaran a los escolares que lo necesitaban se fue transformando y adquiriendo otra dimensión, que entendió a la lectura como un derecho cultural, como un mecanismo para el disfrute estético que debe estar al alcance de todos.
La propia Betancourt lo resumió sencillamente en el encuentro: «No podía haber democratización con libros fastidiosos y feos». Así, se creó un movimiento que involucró al Estado, editoriales, diseñadores y maestros para sustituir aquellos textos que provenían de otros países por otros que hablaran a los niños venezolanos con sus propias palabras y desde su propia realidad. Aquel germen se tradujo también, no solo en los comités de evaluación del libro de texto, sino también en bibliotecas comunitarias y escolares, bibliobuses, cajas viajeras repletas de libros para niños y en editoriales especializadas en creación, diseño y distribución de obras que han acompañado ya a varias generaciones, y que son parte de un movimiento cuya fuerza asombra sobre todo cuando se conoce su origen «doloroso y hermoso», como lo describió Adam.
Los logros alcanzados no esconden que el reto no ha finalizado, sino que ha adquirido otra estatura con la irrupción de nuevas plataformas tecnológicas y la nueva realidad digital. Autores, ilustradores, investigadores, editores, maestros, diseñadores, bibliotecarios, entre muchos otros, tienen que seguir asumiendo el desafío de conseguir caminos novedosos para la lectura en estos tiempos en los que también la desesperanza acecha.