Marielba Núñez
Todos tenemos una lista, cada vez mayor, de familiares, amigos y conocidos que tomó el camino de la emigración para poder realizar su proyecto de vida. Ya casi no constituye una sorpresa saber que alguien de nuestro entorno decidió irse de Venezuela, no pocas veces definitivamente. Los diálogos con nuestros seres queridos se han vuelto un debate rutinario acerca de las posibilidades académicas, profesionales o de trabajo en otras tierras contra lo que parece una insensatez: quedarse.
A quienes se resistían a hablar de una diáspora venezolana se les van terminando los argumentos. La dispersión de compatriotas en todo el mundo ya suma 1,5 millones de personas, según datos recabados por investigadores que se han dado a la tarea de llenar los vacíos de la información oficial. No es una cifra que pueda tomarse a la ligera, sino un drama que abre heridas, que desteje familias y que empuja a muchos a un destino que en otras circunstancias seguramente no hubieran elegido. En un país conducido de otra manera, para la mayoría de quienes se han marchado o planean irse la opción natural para vivir plenamente hubiera sido, con prioridad, quedarse.
Los profesores de bachillerato o universidades lo sabemos bien: muchos de los estudiantes que vemos cotidianamente en las aulas tienen la meta de graduarse solamente con el objetivo de mudarse a algún sitio que les brinde algo que no creen que puedan encontrar aquí: un lugar para sus planes y sus sueños. Es una aspiración que une a toda una generación, pues es seguro que no distingue extracción social o convicciones políticas. Es como si el aire se les hubiera hecho irrespirable y fuera necesario buscar un espacio abierto que suministre un poco del oxígeno que necesitan para seguir viviendo. Sí, en estas circunstancias, para muchos, quedarse es el equivalente a dejarse morir.
No parece haber razones de peso para convencer un adolescente o a un joven para que cambie esa idea y apueste a largo plazo por el país que lo vio nacer. La violencia, la escasez, la falta de oportunidades para independizarse están allí como argumentos que alimentan la idea de buscar urgentemente una ruta de escape. El solo hecho de haber logrado radicarse en otro sitio se convierte para muchos en equivalente al éxito, no importan el desarraigo que sufran o las dificultades que encuentren en el lugar que eligieron como hogar. Transformar esa percepción de que quedarse en Venezuela es un sinónimo de fracaso se ha ido convirtiendo en otro obstáculo a vencer para quienes quieren construir otro futuro. Está claro que cualquier proyecto de cambio que se geste para el país pasa también por convencer a las nuevas generaciones de que el espacio ganado incluirá para todos esa esperanza que tanto se busca más allá de las fronteras.