Fernando Mires
Cuando Hannah Arendt publicó en 1951 su libro Los orígenes del totalitarismo las izquierdas europeas guardaron un escandaloso silencio. No es que el libro hubiese pasado desapercibido. Todo lo contrario. Las editoriales hicieron un buen negocio. La rigurosidad intelectual, el estilo preciso y lo novedoso de sus tesis despertaron interés en círculos académicos. No así en los políticos. ¿En dónde residía el escándalo? Para muchos en el hecho de que Hannah Arendt comparaba a el régimen estalinista con el nazismo.
Salvo una u otra excepción como Raymond Aron o Albert Camus, para la gran mayoría de la clase intelectual europea, la URSS, pese a sus dantescos campos de exterminio, era la depositaria de ideales sublimes nacidos en Occidente, territorio de experimentación de las ideas del intelectual más portentoso que había producido Europa después de Hegel: Karl Marx. Y no por último, la URSS era, según “los maestros pensadores”, una formación económica-social superior al orden capitalista en el proceso «irreversible» de la evolución histórica.
Por si fuera poco, Hannah Arendt dio a conocer su libro durante un periodo en el cual todavía la URSS conservaba la bien ganada imagen de “baluarte en contra del fascismo mundial”. Aunque después reiteró Arendt que bajo Kruschev y Brezhnev la URSS, si bien dictatorial, ya no era totalitaria —diferencia que todavía muchos politólogos no entienden— su libro no coincidía con la imagen de “la heroica URSS” de la Segunda Guerra Mundial.
Solo después de que en 1989 fuera derribado el muro de Berlín, el libro de Arendt pudo aparecer en los salones de la política. Hoy casi todos los comentaristas, incluso los que no lo han leído, lo citan.
Doce años después de los Orígenes publicó Arendt otro de sus clásicos: Sobre la revolución. El éxito político fue esta vez mayor. En momentos en los cuales el mundo parecía estar revolucionado desde Vietnam a Cuba, aparecía un libro explicando la génesis y el sentido del concepto revolución.
Aunque el libro está centrado en la comparación de las revolución norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, muchos intelectuales de izquierda creyeron encontrar en él una fuente teórica de inspiración. A pocos se les ocurrió que entre el libro de 1951 y el de 1963 podía haber un nexo. Si se hubieran dado cuenta, habrían percibido que Sobre la revolución era desde el punto de vista político aun más escandaloso que el libro sobre el totalitarismo.
Mientras el primer libro se ocupaba del “fenómeno” totalitario, el segundo nos dio a conocer a su matriz. Esa matriz se encuentra —en ese punto escribía Arendt en plena sintonía con el pensamiento de Alexis de Tocqueville— en los tópicos más radicales de la Revolución francesa, algunos de los cuales cristalizarían en el bolchevismo y en el nacional-socialismo.
Comparando la Revolución norteamericana con la francesa descubrió Arendt que mientras la primera solo intentó cambiar un orden político, la segunda nació conteniendo la patología representada por un enemigo metahistórico. Y bien, ese es precisamente el punto que une a la revolución jacobina con la bolchevique y con la fascista. Mientras la norteamericana fue una revolución que tuvo lugar en un marco histórico determinado, las que le siguieron nacieron con el objetivo de derrotar a enemigos “universales”.
Los jacobinos soñaban con la destrucción del “antiguo régimen”. Los bolcheviques, con el fin del capitalismo. Los nazis, con el fin del judaísmo. Las tres configuraban a un enemigo total frente al cual no cabían concesiones.
En cierto modo Sobre la revolución ilumina el sentido explícito de los Orígenes. A través de sus páginas se entiende cómo la relación establecida en los Orígenes entre bolchevismo y nazismo era para Arendt algo más que una comparación o una analogía. Esa relación era, sobre todo, una unidad, un mismo fenómeno expresado en dos formas diferentes, o para decirlo en términos conocidos: se trataba de dos cabezas de una misma hidra.
La hidra había nacido en Francia. Su nombre era La Revolución, no una revolución con minúscula sino La Revolución con mayúscula, vale decir, un proyecto histórico destinado a cambiarlo todo.
La destitución del monarca fue para los jacobinos —así observaría Claude Lefort después de Hannah Arendt— solo un medio para alcanzar la totalidad de un cambio histórico de carácter universal. Y para cambiarlo todo era necesario totalizarlo todo. Eso significa que el periodo de El Terror implantado por Robespierre no era un fin en sí, sino el medio del que se valía “la historia” para alcanzar la reconciliación definitiva de la humanidad consigo misma.
Hay, pues, una relación entre un Maximiliano Robespierre asomado en los balcones de las Tullerías, contemplando cómo en nombre de La Revolución rodaban las cabezas de sus adversarios, con el Holocasuto y el Gulag e incluso, con un Ernesto Che Guevara en La Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, haciendo volar —también en nombre de La Revolución— la tapa de los sesos de los suplicantes prisioneros.
Hubo por cierto dictaduras que pese a su infinita crueldad no lograron convertirse en totalitarias. Ya sea porque Pinochet no pudo en contra de la tradición democrática-partidista de Chile, o porque el Estado renunció al control absoluto de la economía, la dictadura militar no logró completar hasta el último su ideal totalitario. Lo que no significa que este no hubiera existido: Pinochet logró al menos construir a un Enemigo Total: el “marxismo internacional”, un enemigo frente al cual todo estaba permitido.
No es seguro si hoy vivimos en una era postotalitaria. Pero si analizamos algunos nuevos movimientos políticos veremos que la pretensión de totalizar la lucha política frente a un enemigo total no ha desaparecido todavía.
En el mundo islámico ISIS designa como enemigo total a TODO el Occidente, en Francia Marine Le Pen designa como enemigo total a la OLIGARQUÍA EUROPEA, el Partido de la Libertad Holandés de Geert Wilders a TODO el islam, Syriza de Grecia a la TROIKA europea, Podemos a LA CASTA española y europea, y en América Latina, neodictaduras y autocracias intentan justificar violaciones a los derechos humanos inventando una lucha total en contra del IMPERIO.
La lógica meta-real del totalitarismo continúa existiendo. La tentación totalitaria comienza con la gramática totalitaria.
Fuente: El Blog de Fernando Mires