Fernando Mires
Los medios periodísticos daban por descontado que en las múltiples conversaciones mantenidas con representantes del gobierno de Grecia, el ministro de Finanzas Wolfgang Schäuble y la canciller Ángela Merkel practicaban el conocido juego de “el policía malo y el policía bueno”. Pocos pensaban que entre ambos —compañeros de trabajo desde hace más de treinta años— pudiera haber diferencias. Pero las había.
Terminadas las negociaciones, la división al interior de las huestes socialcristianas fue más que notoria. Sesenta diputados de la CDU/CSU votaron en el Parlamento en contra de las recomendaciones de Merkel.
La verdad, tanto Alexis Tsipras como Ángela Merkel terminaron después de las conversaciones como pájaros desplumados. Era el precio que tenían que pagar por haber aceptado un acuerdo que no dejó felices a ninguna de las dos partes. Al Gobierno alemán porque deberá dar cuenta a sus electores de las inmensas sumas de euros lanzadas al “agujero negro” de la economía griega. Al Gobierno griego porque hubo de romper con todas las promesas que le permitieron ganar, primero las elecciones, y el insólito referendo, después.
Afortunadamente tanto Merkel como Tsipras hicieron lo que debieron hacer. Merkel fue fiel a la idea de la unidad europea. Tsipras demostró poseer ciertas dotes de estadista al aceptar su propio deterioro antes de huir fuera de Europa como sugerían, de modo no sincronizado, los ministros de finanzas, Schäuble y el renunciado Varufakis. Este último, además de burócrata, reconocido demagogo.
Desde un punto de vista técnico, Schäuble y Varufakis tenían, sin embargo, razón. Grecia no se encuentra ni siquiera en un mediano plazo en condiciones de saldar su deuda externa. Ambos ministros opinaban que fuera de la zona del euro Grecia podrá curar sus heridas financieras, para después, y en mejores condiciones, reintegrarse a la comunidad europea. Sin embargo, lo que ambos no supieron percibir fue que el problema griego no es técnico, sino político.
Grecia juega tanto en sentido simbólico como geoestratégico un rol fundamental en el difícil proceso que llevará a la construcción de la unidad europea. Lo que estaba en juego en el problema griego —y ese es el punto que no ha querido entender Schäuble— era la idea de una Europa políticamente unida, una unión que va más allá de cálculos financieros, es decir, una Europa que decide unirse para enfrentar no solo a problemas comunes, sino, sobre todo, a enemigos comunes.
Merkel, a diferencias de Schäuble, sabe muy bien lo que está en juego en Grecia. Sabe, por ejemplo, que las aspiraciones de Rusia para convertir partes de Europa en zonas de influencia no son simples fantasías. Sabe que Putin apoyó el referendo griego y que en conversaciones con Tsipras se refirió sin ambages a los lazos de identidad religiosa (el cristianismo ortodoxo del cual el exateo Putin se ha convertido en ferviente devoto) que unen a Grecia y Rusia. Sabe, además, que el concurso estratégico de Grecia es fundamental en la zona mediterránea, tan lejos de Dios y tan cerca de los ejércitos del ISIS. Sabe, por último, que Grecia ha mantenido fuertes tensiones con Turquía (problema de Chipre). Y, no por último, sabe que el presidente de Turquía, Erdogan, no solo no es excesivamente democrático, sino, además, imprevisible y poco confiable.
Por si hubieran algunas dudas, el mismo Erdogan ha terminado por dar la razón a la política internacional de Ángela Merkel.
Erdogan ha iniciado una campaña militar en la región islámica declarando una guerra paralela en contra de los ejércitos del ISIS por una parte y en contra del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) por otra, atacando las posiciones que este último mantenía en Siria e Irak.
Con sus maniobras, Erdogan intenta matar a dos pájaros de un tiro. Primero, dejar claro a Occidente que Turquía y no los kurdos son sus aliados “naturales” en la guerra en contra de ISIS. Segundo, erigirse en baluarte en la “guerra en contra del terrorismo kurdo” y así, por medio de la vía militar recuperar en su país posiciones políticas perdidas en la vía electoral.
El problema es que el PKK ha logrado contar en la guerra en contra del ISIS con un decidido apoyo militar de EE.UU. y la UE. Al liquidar el complicado proceso de paz entre el PKK y otras organizaciones kurdas y Turquía, Erdogan corre el riesgo de apagar los incendios provocados por el ISIS con parafina kurda. No sin razón la aparentemente frágil, pero muy decidida ministra de defensa alemana, Úrsula von der Leyen, criticó duramente a los procedimientos bélicos de Erdogan.
Nadie sabe si al burocrático ministro Schäuble le ha dicho alguien que Grecia está situada muy cerca de Turquía cuando él estaba tan ocupado sacando cuentas con números griegos y alemanes. Lo cierto, es que más allá de su miopía política, casi todo el mundo se ha dado cuenta de que, si bien Grecia necesita económicamente de Europa, Europa necesita política y estratégicamente de Grecia.
¿Imagina alguien lo que habría sucedido si en estos precisos momentos, justo cuando el Gobierno alemán necesita mostrar suma firmeza frente a las pretensiones militaristas de Turquía, Grecia hubiera sido expulsada de Europa?
Muy interesante habría sido conocer la opinión de Schäuble. Hasta ahora nadie la conoce. Pero el problema, en el fondo, no es Schäuble. El problema es la existencia de una clase política burocrática —no solo alemana— que intenta asumir los destinos políticos del continente. Frente a esa clase se levantan en casi todos los países europeos los eurofóbicos movimientos nacional-populistas. Entre ambos flancos aparecen de vez en cuando algunos destellos políticos como los que impulsaron a Merkel a jugárselas por la permanencia de Grecia en la UE, lugar al que los griegos pertenecen por razones históricas, culturales y políticas.
Ángela Merkel ha probado, una vez más, ser entre los estadistas de Europa, la mejor.
Fuente: El Blog de Fernando Mires