Manuel Llorens
Norbert Elias, en su obra clásica El proceso de la civilización, sostiene que este se gesta en la medida en que los grupos en pugna concluyen que la confrontación a toda costa conduce a ciclos de violencia interminables y, a partir de allí, se produce la “mutación decisiva” que abandona la violencia a cambio de la implementación de acuerdos que procuran equilibrios sociales.
Dice Elias: “Es una aceptación íntima, asumida colectivamente, de los límites de la devastación”. Según su tesis, esto es una pieza central del Estado moderno. El rechazo a la violencia y el desplazamiento de la fuerza a las instituciones para la resolución del conflicto son, desde su punto de vista, claves para la civilización. La constitución del parlamento sería la muestra máxima, en la historia inglesa, de este proceso. Es al parlamento a donde se desplaza la pugna entre los grupos que habían luchado violentamente y donde ésta alcanza su representación normada y simbólica. Los grupos concluyen que esa pugna verbal es preferible a las interminables revueltas violentas. La sustitución en el poder de un grupo por el otro, a través de la conspiración, había dejado muerte, cansancio y desconfianza crónica, solo restituible a través de instituciones que todas las partes reconocieran como legítimas y a cuyas normas se sometieran.
Además sostiene, que el proceso social permea en nuestras maneras individuales de ser, se internaliza. El marco social de la civilización moderna contribuye a constituir personalidades que rechazan la violencia y buscan su sublimación; y, en sentido contrario, estas personalidades empujan el proceso social en esa dirección. El autor propone una “sociología de las emociones”.
En esto pensaba ante las elecciones de la Asamblea Nacional. Es difícil escoger cuál de las instituciones ha sido más degradada durante estos años de chavismo. Pero la Asamblea Nacional merece un lugar destacado en esa lista infame. La instalación de la asamblea vigente a coñazos, las continuas leyes habilitantes y la paupérrima producción demuestran su actual debilidad. Eso y la gravedad de la violencia que arropa al país tanto por la cantidad, como por lo grotesco de los crímenes, invitarían a concluir que somos un país poco civilizado.
Pero ese último retrato sería una afirmación poco elisiana, tendiente a cosificar un proceso que es fluido y dinámico. Las fuerzas sociales están siempre en movimiento. Las que apuestan a una representación plural, intensa, que rescate la fuerza de la Asamblea Nacional, como foro para discutir el futuro del país, están vivas.
Somos un país atrasado en muchos sentidos. Nuestra internalización de los valores democráticos es precaria. Pero si le creemos a las encuestas, el país sigue considerando a las elecciones como un valor supremo. A pesar de la falta de credibilidad en el Consejo Nacional Electoral, a pesar de lo maltrecha que está nuestra democracia, la gente sigue apostando al voto.
Y eso es algo.