Marielba Núñez

La escena no puede ser más desoladora. Sentado en la calle, con una expresión de abatimiento, un hombre vestido con una bata blanca lleva en sus manos una pancarta con una leyenda que dice: «Investigador titular, 35 años de ciencia básica, aplicada y docencia. ¿Cuánto llevé a la casa en la última quincena? Bs. 7.602». La fotografía que se difundió a través de las redes sociales mostraba a uno de los participantes de la protesta que protagonizaron la semana pasada miembros del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, la Fundación Venezolana de Investigaciones Sismológicas y el Instituto de Estudios Avanzados frente a la sede del Ministerio de Educación Universitaria, Ciencia y Tecnología. Era, sin duda, una imagen elocuente acerca de la indigencia a la que se ha condenado a la ciencia en el país, que se ha convertido en una actividad marginal, cada vez más olvidada y maltratada.

La fuga de talento que ha sufrido el sector científico en los últimos años sólo puede calificarse de brutal y una de las principales causas de ese desangramiento son precisamente los bajísimos salarios de los investigadores, que van a la zaga de sus pares en otras latitudes. Tradicionalmente, el éxodo de venezolanos altamente calificados tenía como destino Norteamérica o Europa, pero en los últimos años también territorios vecinos, como Colombia o Ecuador, se han hecho más atractivos que nuestro país para los científicos, sencillamente porque ofrecen una remuneración mucho más digna. El gobierno desoye a quienes piden apoyo para asumir este trabajo como lo que es: una obligación de tiempo completo, una carrera que sólo puede ejercerse con propiedad si ofrece condiciones adecuadas, y eso incluye instalaciones idóneas, material de investigación de primera y la posibilidad de tener calidad de vida.

Todo eso está muy lejos de la realidad que afrontan los investigadores en las principales instituciones científicas del país. Al mal estado de las infraestructura y los problemas de equipamiento, hay que sumar las dificultades para, sencillamente, subsistir. Los voceros gremiales denuncian que los primeros escalafones de las tablas salariales que rigen a quienes se desempeñan en esta área se sitúan en el umbral del sueldo mínimo. Quienes tienen doctorado y más de 30 años de servicio ganan apenas 19.893,60 bolívares mensuales. Los incentivos por publicar rondan los 80 bolívares, mientras que el ascenso a un escalafón superior se premia con la irrisoria diferencia de 300 bolívares. El último aumento de sueldo que recibieron   data de mayo de 2014.

¿De qué otra forma se puede calificar lo que ocurre que no sea como un intento de asfixiar a un sector que, sin embargo, sigue mostrando su compromiso con la actividad que realiza? La depauperación del trabajo científico, como ya lo han denunciado los profesores de las universidades autónomas, luce como un desalojo forzado, una invitación a abandonar los centros de investigación y las aulas de clase. Afortunadamente, desde esos espacios hay todavía voces que resisten y que formulan un reclamo que debería tener un eco en toda la sociedad: que al trabajo científico se le de la relevancia que merece como actividad indispensable si se  pretende siquiera pensar en el desarrollo del país.