Fernando Mires
Las palabras son las armas de la política. Cuatro ejemplos: Alemania, Cataluña, la Cuba de los Castro y la Venezuela de Maduro
Mucho se ha insistido acerca de la relación entre política y guerra. No faltan motivos: la política como la guerra requiere del enfrentamiento entre adversarios y por lo mismo de armas. Pero las armas de la política son las palabras. Cuando la política agota las palabras, estamos cerca de la guerra.
Si las palabras son las armas de la política, tenemos que escoger las armas para enfrentar al adversario. En cierto sentido el adversario determina el tipo de armas a usar. Así como en la guerra no podemos enfrentar a un tanque con una bayoneta, en la política no podemos enfrentar a un dictador con un lenguaje sublime.
En política la hegemonía solo puede ser lograda mediante el acertado uso de las palabras. Derrotar al adversario es lograr que nuestras palabras y no las del adversario sean las que dominen en el espacio ciudadano. Al llegar a ese punto no debemos olvidar la primera regla de la semiótica. Dice así: la realidad es una construcción gramatical.
De lo que se trata en política es de derrotar al adversario imponiendo la hegemonía de un discurso gramatizado en cadenas de significantes. Por cierto, ningún significante da cuenta total del significado que pretendemos revelar. Hay que usar por consiguiente los significantes más adecuados. Tal vez deba explicar este punto con ejemplos.
Siguiendo las discusiones en la lucha electoral que tuvo lugar en Cataluña me fue posible observar como diversos grupos políticos se referían al nacionalismo catalán empleando diversos significantes. Los partidos catalanistas se autodenominaban “independentistas”. Sus adversarios en cambio los llamaban “separatistas” e incluso “escisionistas”. Y bien, si las diferencias semánticas entre esos tres significantes no parecen ser muy grandes, en el marco de la discusión política sí son gravitantes.
Independencia significa liberarse de un Estado opresor. Separatismo significa restar una parte de la nación a otra nación. Escisionismo alude a una ruptura sin reconciliación. ¿Cuál de estos términos impondrá su hegemonía? Gran incógnita. Lo único que sabemos es que de esa hegemonía depende el destino de la nación española.
Hay en Europa otro país en donde la lucha política se ha transformado en una discusión (aparentemente) nominalista. Me refiero a Alemania. Pero a diferencia de España, el objetivo allí es imponer un significante sobre un fenómeno que irrumpe desde fuera del espacio político común, a saber, los enormes contingentes de árabes, predominantemente sirios, que entran al país. Sin embargo, al igual que en España, la denominación hegemónica del fenómeno tendrá gran importancia para el curso de la política en los próximos años.
Según sectores conservadores los recién llegados son simplemente “emigrantes”. Para los grupos de la ultra derecha en cambio, se trata de una “invasión”. Los socialdemócratas se debaten entre la terminología conservadora y el uso de términos neutros, como “asilados”. Para Angela Merkel y quienes apoyan su política de puertas abiertas, los recién llegados son lo que son: “refugiados de guerra”.
Las intenciones que subyacen en cada término son evidentes. Si hablamos de emigrantes nos encontramos frente a un problema que no es político sino demográfico. Si hablamos de invasiones, hay que pensar en bárbaros que vienen a imponer sus costumbres y religiones. Si hablamos de asilados, la tarea es hacer un corte discriminatorio entre los que vienen por razones políticas y los que huyen de bombardeos. Si hablamos de refugiados de guerra, hay que recibirlos a todos.
Todo esa variedad semántica nos demuestra como la significación de un hecho condiciona a la política que hay que asumir frente a ese hecho. Así se prueba una vez más que las palabras que usamos (no sólo en política) a la vez que emergen de una realidad son portadoras (y constructoras) de realidad.
Sin embargo, que la denominación de Angela Merkel: “refugiados de guerra” sea la más exacta, no garantiza de por sí su hegemonía. Términos como invasiones (incluso inundaciones) apuntan a remover miedos ocultos. De la misma manera, términos como emigrantes o asilados son usados para desviar la atención con respecto a la palabra “guerra”, la menos popular en Alemania. En política, ya deberíamos saberlo, no siempre se impone la verdad.
Para que el discurso más verdadero logre su hegemonía se requiere no solo de su verosimilitud sino del más intenso debate público. La terminología que al final se impondrá nos dirá de modo preciso cuales son los sectores o grupos políticos que ejercen hegemonía en la política de un determinado país.
En España y en Alemania el debate público está garantizado al menos por instituciones democráticas, por una prensa libre y por la pluralidad política. Pero ¿qué ocurre cuando la competitividad entre los significantes se encuentra bloqueada o entorpecida desde el poder como suele suceder en regímenes no democráticos?
En América Latina tenemos dos casos extremos. Me refiero a Cuba y a Venezuela.
En esos dos países cuyos gobiernos son controlados por partidos-estados, los detentores del poder han logrado imponer durante mucho tiempo un discurso oficial. Pero también, en los dos casos, dicho discurso ha terminado por perder credibilidad (hegemonía), aún entre sus propios divulgadores. Esa ausencia de credibilidad origina a su vez el desarrollo de contra-discursos los que si bien no llegan a hacerse públicos en los medios de difusión, no por eso dejan de existir.
Fidel Castro y Hugo Chávez lograron -y quizás hay que remarcar: no solo por la fuerza- imponer la creencia de que ellos eran portadores de una revolución. Hoy día, sin embargo, son muy pocos los que creen que Raúl Castro o Nicolás Maduro sean representantes de alguna revolución. ¿Qué nos dice este síntoma? Algo muy sencillo: Si el discurso de regímenes no democráticos pierde su credibilidad (hegemonía) nos encontramos frente a una profunda crisis de legitimidad de esos regímenes.
El caso de Raúl Castro es patético. Cuando pronuncia la palabra revolución todo el mundo se pregunta: ¿Puede hablarse en tiempo presente de una revolución después de más de medio siglo de haber sido iniciada? Y si de todas maneras eso fuera posible: ¿Contra quienes la están haciendo? ¿Contra el capitalismo, precisamente en el país que ha sido convertido en el paraíso de los turistas? ¿el que más ha abierto las puertas al capital extranjero en toda América Latina? Raúl Castro no puede ni siquiera engañarse a sí mismo. La palabra revolución solo tiene sentido para designar a la oposición como contrarevolución y así continuar manteniéndose en el poder con la fuerza de las armas y no con las de la política. Dicho lo mismo en términos casi gramscianos: el castrismo es todavía una fuerza instrumental dominante pero ya ha dejado de ser una fuerza política hegemónica.
Frente a esa realidad la oposición cubana tiene dos opciones que no se contradicen entre sí: designar al régimen de Castro como lo que es, una dictadura militar y designarse a sí misma como “democrática”. Ese segundo camino ofrece la ventaja de que, sin ser nombrado, el régimen es entendido como una dictadura y a la vez la oposición conforma su propia identidad política ante sí y frente al enemigo.
Para Maduro a su vez, toda la oposición está formada por la “derecha fascista”, absurdo significante dedicado a designar a un conjunto político pluralista en el cual los partidos social-democráticos tienen preeminencia. No obstante, a diferencias de Castro, Maduro debe contar con la existencia de contra-discursos muy consolidados en la arena política.
Por un lado, para sectores de la oposición el gobierno de Maduro es fascista, para otros, comunista, e incluso para algunos, las dos cosas a la vez. Pero por otro lado ha aparecido un contra-discurso popular cuyos significantes tienen que ver muy poco con las terminologías en rigor. Lo vamos a decir del modo más sencillo:
A la señora que hace colas para conseguir alimentos, al marido cuyo sueldo ha sido devorado por la inflación, en fin, a la gran mayoría, les importa muy poco si el gobierno es autoritario, fascista, estalinista, bonapartista o cesarista. Para ellos ese gobierno es antes que nada “un gobierno incapaz” (otros dicen “gobierno de mierda”: pero es lo mismo).
“Gobierno incapaz” es un significante surgido de la experiencia cotidiana. Por lo mismo debe ser entendido en su connotación política. Ese significante nos dice que la mayoría de los ciudadanos votará el 6-D en contra de los oficialistas no porque de pronto haya descubierto que representan a una dictadura. Lo va a hacer por la sencilla razón de que la experiencia ha mostrado que ese gobierno ha provocado una feroz crisis económica, política y moral, crisis frente a la cual no es capaz de ofrecer ninguna alternativa. Eso quiere decir que el principal enemigo de ese régimen ha sido su propia incapacidad. Publicitar y politizar esa incapacidad ha sido, a su vez, un mérito de los partidos políticos organizados en la MUD.
Por cierto, “gobierno incapaz” no es una categoría sociológica ni politológica. No obstante, según las informaciones de que dispongo, ese significante ya ha establecido su hegemonía gramatical en el discurso político popular. Harían bien los candidatos si atendieran a ese detalle.
Denunciar al régimen como a una dictadura en el marco de una lucha electoral, más allá de que efectivamente lo sea, solo interpela a los sectores más politizados del país: a los que sufren directamente las arremetidas dictatoriales. En cambio, denunciarlo como “gobierno incapaz” interpela y moviliza a la mayoría, incluyendo a muchos que en el pasado votaron por el chavismo. Y sin mayoría –es bueno recordarlo- no puede haber hegemonía.
La exactitud semántica y la exactitud política de una palabra no siempre coinciden entre sí. La política en tiempos electorales no se rige por normas académicas.
Fuente: El Blog de Fernando Mires