Francisco José Virtuoso
Al alarmante y deprimente cuadro de violencia social que sufre el país, se ha agregado una nueva modalidad. En el mes de mayo de este año se reportan varios ataques con granadas y otras armas de fuego a varias instalaciones de cuerpos de seguridad del Estado, especialmente al Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC). Los asaltos se han realizado en varias zonas del país: Aragua, Táchira, Carabobo, Miranda, Guárico, Distrito Capital. En algunos casos se han reportado heridos graves, fallecidos y daños severos a las estructuras de las sedes que han sido objeto de ataque. En los meses de septiembre y octubre se han intensificado las agresiones armadas. Sólo el 27 de septiembre pasado se registraron cinco eventos de este tipo.
Se trata de un conjunto de acciones coordinadas, a juzgar por la simultaneidad de los hechos y el modo de llevarlos a cabo. En su ejecución participa un conjunto amplio de motorizados. Ocurren en calles, avenidas y autopistas de amplia afluencia de personas y vehículos. El tipo de armas utilizadas pertenecen a la clasificación de armamento de guerra, cuya sola posesión ilegal está duramente castigada en la legislación vigente.
¿Quién dirige estos ataques? ¿Por qué en esas sedes? ¿De dónde proviene el armamento de guerra utilizado? ¿Por qué no se ha emprendido una investigación seria al respecto? ¿Por qué el principal objeto de ataque es el CICPC? ¿Por qué los altos representantes del gobierno nacional no se han pronunciado contundentemente?
Estas ofensivas son sumamente graves. Lo primero que salta a la vista es la vulnerabilidad de los organismos de seguridad frente a las bandas delictivas que operan en importantes regiones del país. Queda en evidencia también la incapacidad para investigar con rapidez y eficiencia quiénes son los responsables y cuáles son las causas. El silencio de los responsables de garantizar el derecho a la seguridad habla elocuentemente del irrespeto a los ciudadanos, que son los primeros interesados en saber qué está ocurriendo.
La debilidad de los cuerpos de seguridad frente al delito es una clara señal de la incapacidad del Estado para enfrentar la epidemia de criminalidad que nos arropa. El informe periódico del Observatorio Venezolano de Violencia señala que el año 2014 concluyó con 24.980 fallecidos y una tasa de 82 muertes violentas por cada 100 mil habitantes. Esta tasa muestra un leve incremento con relación a la reportada para el año 2013, una vez ajustada la base poblacional del cálculo. Concluye el informe que con esta tasa, o con otra todavía más conservadora calculada por la Organización Mundial de la Salud, Venezuela está ubicado como el segundo país con la más alta tasa de homicidios del mundo, sólo superado por Honduras.
Si algo está posicionado en la sensibilidad de los venezolanos es la percepción de indefensión frente al delito y a la impunidad que disfrutarán quienes lo cometen. Los resultados de la Encuesta sobre Condiciones de Vida (Encovi) 2014, señalan que cada vez más los venezolanos tienen miedo y restringen sus actividades normales por temor a ser víctimas, no confían en la policía ni en el sistema de justicia penal y, en general, no tienen confianza en la capacidad del gobierno de ofrecerles seguridad.
La presencia de grupos que hacen ostensivo su carácter armado, retando el monopolio de la fuerza y de las armas del Estado, tiene en consecuencia, un efecto devastador en la sociedad. Se requiere de una reforma integral de los cuerpos de seguridad del Estado para garantizar efectivamente el derecho a la seguridad ciudadana, lo cual sigue siendo una de las grandes materias pendientes.
Publicado en el diario El Universal el 28 de octubre de 2015