Marielba Núñez
Las principales universidades públicas no tienen recursos para dotar los laboratorios de investigación ni para actualizar las bibliotecas o los centros de documentación. Servicios vitales para garantizar la permanencia en el sistema educativo de miles de jóvenes, como los comedores y el transporte, están paralizados. Tampoco hay dinero para una adecuada vigilancia y cada vez son más comunes las víctimas del hampa dentro de los campus. Los profesores -por no hablar de empleados administrativos y otros trabajadores- ganan sueldos que están muy alejados de lo que cualquier persona necesitaría para subsistir dignamente, y los montos que se otorgan por becas estudiantiles son irrisorios.
Sin embargo, la bancada oficialista de la Asamblea Nacional le dio la espalda a la evidente e inocultable crisis que padecen las universidades nacionales y aprobó un «acuerdo de rechazo» a una paralización que se había anunciado desde hace meses y que tiene su origen en políticas gubernamentales que han dejado la educación de última en la lista. El documento al que los parlamentarios le dieron el visto bueno -que por el contenido y los errores que tiene debería avergonzar a aquellos diputados que alguna vez ejercieron la docencia- no constituye otra cosa que una amenaza que intenta callar mediante sanciones y demandas exigencias que deberían estar más que satisfechas.
En todo caso, no parece que el propósito de intimidar vaya a tener efecto, pues lo que ocurre en las universidades ya se había pronosticado con mucha antelación. Se trata de ese anunciado «cierre técnico», no otra cosa que la fase terminal de la asfixia presupuestaria que impide costear hasta insumos tan elementales como resmas de papel y bombillos, para no hablar de reactivos o de equipos de computación. Al parecer, ni a oídos de estos diputados ni del ministro de Educación Universitaria, Ciencia y Tecnología, Manuel Fernández, han llegado las noticias de la fuga de cerebros que deja sin algunas de sus mejores fichas a las universidades y que se explica porque, de acuerdo con lo que señala la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios, a 87% del personal de los centros de educación superior, los sueldos (con los últimos aumentos incluidos), no le alcanzan ni siquiera para costear la canasta alimentaria.
Nadie puede celebrar que las aulas universitarias estén vacías y quien se complazca en ello tiene que estar movido por un profundo deseo de ver hundido el país, pero tampoco es posible sostener la pretensión de que sigan funcionando como si estuvieran habitadas por seres que no necesitan nada y que se dejan llevar por cierta inercia desesperanzada. Tal vez en realidad a eso aspiran los diputados que firmaron el acuerdo antiuniversitario: a instituciones sumisas, ocupadas por el hambre y el silencio, cuyo recuerdo no sea más que un fantasma.