Lissette González
El más reciente escándalo en las redes sociales ocurrió la semana pasada por la detención en Haití de dos familiares directos de la primera dama por su presunta participación en un intento por traficar drogas hacia Estados Unidos. En un juzgado federal de la ciudad de Nueva York se ha iniciado el proceso judicial y habrá que esperar que se realice el juicio para conocer sobre la naturaleza de sus negocios. La pregunta que surge sobre la base de esta acusación es: ¿acaso no tenían ya suficiente dinero y privilegios? ¿Por qué asumir el riesgo de involucrarse en actividades delictivas?
El caso me recordó a «Rosita», figura famosa de la farándula nacional, la imagen de la belleza y voluptuosidad criollas que llevan al éxito. A la vez, con problemas con la justicia nacional desde 2012 cuando se le vinculó con la fuga del “pran” de Tocorón. Desde entonces, dos de sus parejas han sido asesinadas, ambos con importantes vínculos con actividades delictivas. ¿Acaso ella no ganaba, o podía ganar, suficiente dinero animando eventos, con modelaje o publicidad? ¿Por qué asumir el riesgo de involucrarse en actividades delictivas?
En ambas historias el vínculo parece estar en la búsqueda del lujo, el goce inmediato, el consumo. No parece haber otra meta, otro proyecto, otra vía de superación personal. Soy lo que tengo; tener mucho y “como sea” parece la única prioridad.
Esta mirada nos lleva, por supuesto, al plano de la ética, a preguntarnos qué entendemos por una vida buena (que no, una “buena vida”). Allí entran todas las preocupaciones de tantas familias por mantener a los hijos en el camino correcto en este país donde se ha perdido el norte. Pero es iluso pensar que el problema son los valores y que la única salida está en la educación y se logra a futuro.
La pregunta pertinente es sobre el contexto: ¿qué hemos hecho en este país para que la vía institucional y legal rinda tan pocos frutos? Porque así como los sobrinos y «Rosita» decidieron que era más fácil y rentable delinquir que trabajar o emprender, cada día en los barrios de nuestras ciudades cientos de jóvenes abandonan la escuela estando claros en que no parece que estudiar sirva para algo. Muy probablemente estos jóvenes terminarán delinquiendo luego, presos o muertos. Con cada vez mayor frecuencia muchos asalariados abandonan sus trabajos para dedicarse al llamado “bachaqueo”. La ilegalidad parece convertirse en la única manera de subsistir, tanto para el que usa su tiempo en colas para luego revender los productos regulados, como para quienes con un ingreso mayor pueden evitar las horas de cola bajo el sol comprando a un precio más alto.
La ilegalidad nos toma y nos asfixia cada vez con mayor fuerza.
Si el contexto parece ser un elemento central, los motivos individuales de «Rosita» o de los sobrinos no parecen ser lo más importante. Hasta en Alemania o Japón hay gente que quisiera tener mucho trabajando poco; la diferencia está en la capacidad de las instituciones para favorecer y premiar acciones acordes con la norma, como para sancionar efectivamente a quienes pretenden usar el camino fácil. Mientras nuestro diseño institucional no cambie, no habrá enseñanza en valores capaz de disminuir la violencia, la delincuencia, la corrupción, el bachaqueo. Recomponer la legalidad y la independencia de los poderes públicos es vital para recomponer nuestra convivencia. Esa tarea es de todos.