Marielba Núñez

El mundo contempló con horror cómo París se ensangrentó la noche del pasado 13 de noviembre. En cuestión de horas, la capital de Francia pasó de albergar alegría, música, vida, a ser un escenario macabro donde se abrieron paso el terror y el aturdimiento. Es cierto que no es el único lugar, por estos días, donde la violencia ha segado con saña sonrisas inocentes y ha acabado con la ilusión de paz o de armonía, pero ver ensombrecidos bulevares, teatros, cafés y estadios de la ciudad luz ha contagiado los corazones de todo el planeta de pesar y de incertidumbre.

El miedo tiene esa propiedad. Logra bajar las santamarías, vaciar los anfiteatros, enmudecer las calles. Paraliza, enferma, persigue. Nos obliga a aislarnos, a encerrarnos, a huir hasta de nuestros vecinos. A los caraqueños no tienen que contarnos cómo es su rostro, porque hace rato que convivimos con él y claudicamos ante su presencia. Cada vez le cedemos más horas de nuestros días, más terreno a nuestro alrededor, más rutinas dentro de nuestras agendas. El miedo confina a espacios que limitan y ahogan, a cambio de la tenue promesa de estar a salvo.

Cada paso que retrocedemos ante ese enemigo implica una batalla perdida. “Quieren que tenga miedo, para ver a mis compatriotas con desconfianza, para sacrificar mi libertad por seguridad”, escribió, con rebeldía, el periodista Antoine Leiris a los asesinos de su esposa, Hélène Muyal, una de las caídas en el teatro Bataclan. Esa carta, que ha sido compartida millares de veces por redes sociales, ha calado hondo precisamente porque contiene un mensaje que el mundo necesita escuchar: puede que en el corazón de las víctimas haya dolor, pero no tiene porqué alojar odio; puede que haya lágrimas, pero no ha sido desterrada, al menos no para siempre, la alegría.

El sencillo mensaje nos recuerda también algo que puede ser fácil de olvidar: lo que el miedo nos roba no es solo una palabra vacía, un término que queda bien en discursos políticos o que es imposible disociar de aquel lema de la Revolución Francesa «libertad, igualdad, fraternidad». Lo que nos roba en realidad es la vida, es la posibilidad de disfrutar de la cotidianidad, de las calles, de los parques, de los teatros, de la vida en común. Defender esos pequeños espacios es un triunfo frente al miedo. Allí adquiere su verdadera dimensión la promesa de Leiris, quien dice que su hijo, de 17 meses de edad, continuará con sus meriendas y juegos, como todos los días. Su forma de hacer frente al terror que le arrebató a su madre no será otra que ser «feliz y libre».