Manuel Llorens
Mi amigo me reclamaba mi escepticismo en el 2013. «Claro que la oposición es mayoría», me intentaba convencer, apuntando a una verdad que le resultaba obvia. No importaba que las encuestas nacionales desmintieran sus argumentos. Las encuestas más optimistas daban un empate técnico en las elecciones presidenciales. Sin embargo, la certeza de que la victoria opositora estaba a la vuelta de la esquina recorrió muchos espacios de opinión.
Ahora, él mismo me dice preocupado: “No creo que vamos a ganar el 6 de diciembre, hasta dudo si ir a votar.” Me desconcierta. Ahora sí están los números a favor. Todas las encuestadoras coinciden. Sin embargo, el mismo fervor no parecería ocupar las calles. Cunde la cautela. Son lábiles y caprichosas las pasiones políticas. Ahora que la victoria es más que posible, convoca actitudes solemnes.
El que ha enfrentado muchas veces la derrota tiende a mirar la esperanza de reojo. Arrimado por fin a la posibilidad real de victoria, los temores de no volver a sufrir una desilusión pueden apoderarse del cuerpo y de la mente. La esperanza, en lugares opresivos, tiende a enloquecer. No es solo que por momentos desaparezca como la harina pan de los anaqueles, sino que de pronto reaparece brillando como el más tentador espejismo al final del pasillo del supermercado-desierto. Algo de razón tiene mi amigo, es difícil sostener la esperanza en un país corrompido.
Dicho eso, repito una historia. Me la contó Martín Echevarría de Proyecto Cumbre. Tiene que ver con su expedición al Polo Norte. Implicó meses, años, de estudiar el terreno, recaudar fondos, desarrollar habilidades técnicas, fortalecer la resistencia física para soportar la inclemencia de un ambiente inhóspito. Habían arrancado la expedición. Durante el día caminaban contra el viento, contra el frío, contra el propio cuerpo que pedía parar. Al final del día se refugiaban en sus tiendas de campaña para evaluar la trayectoria. Solo allí podían conversar. Durante el día era imposible por el frío.
A los días se encontraron que, al revisar sus aparatos, en vez de haber recorrido los kilómetros propuestos, habían avanzado apenas una fracción de lo previsto. Sintieron extrañeza, dudaron de la fiabilidad de los instrumentos. Sin entender del todo, siguieron su camino el siguiente día. Revisaron de nuevo y volvieron a conseguir el mismo resultado. No estaban avanzando. Al tercer día descifraron el enigma. Caminaban sobre una placa de hielo. Mientras avanzaban, la marea echaba la placa de hielo para atrás deshaciendo cualquier adelanto.
Tuvieron que sentarse a discutir: ¿lograrían llegar con los insumos que traían?, ¿arriesgaban demasiado?, ¿qué sentido tenía insistir ante un ambiente que se les volvió en contra? Dudaron y discutieron, pero al fin decidieron que iban a hacer lo que sabían hacer, continuar su trayectoria hasta que los insumos lo permitieran.
Al día siguiente, luego de otra larga jornada volvieron a revisar su avance. Sorprendentemente habían avanzado mucho más de lo previsto. La marea había cambiado de dirección. Ahora estaba a favor.
Hay variables que están fuera de tu control cuando emprendes proyectos de esta envergadura, razona Echevarría. Pero es importante que las cosas que no puedes controlar no te impidan atender a las cosas que sí.
A veces tenemos la marea en contra, pero también a veces cambia a favor. Eso sí, de nada te va a servir si el día que eso pasa, no estás caminando.