Lissette González 

Las reacciones del Presidente de la República y otros dirigentes del PSUV luego de los resultados de las recientes elecciones parlamentarias parecen estar movidas por el miedo: se mantiene la culpabilización de terceros, se afirma que se ha confundido al pueblo y, finalmente, se intenta castigar la “traición”. Este castigo se ha manifestado en la amenaza de no construir más viviendas o las múltiples denuncias de acoso laboral, despidos, así como el retiro de las canaimitas o los taxis que fueron entregados durante la campaña.

Tal parece que el escenario del 2016 se encamina hacia la confrontación, con un Poder Ejecutivo que sigue sin aceptar a la ciudadanía que no es seguidora de su proyecto revolucionario, aunque esta voz haya logrado convertirse en mayoría calificada en el Poder Legislativo.

En medio de una crisis económica y social sin precedentes, un acuerdo entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo sería la estrategia racional para realizar las reformas necesarias para estabilizar nuestra economía y reactivar la producción interna, condiciones ambas imprescindibles para frenar la escasez y la inflación que golpean duramente a la población venezolana. Pero, como hemos visto, la posibilidad de realizar estos acuerdos parece baja, a la luz de las reacciones observadas a lo largo de la última semana.

La pregunta que se vuelve relevante es, entonces, en este escenario cuál será la estrategia de la oposición.

¿Qué buscaban los millones de electores que votaron por la tarjeta de Mesa de la Unidad Democrática el pasado 6 de diciembre? Más allá de la retórica discusión sobre si eran o no votos castigo, si ese electorado quiere o no la salida de Nicolás Maduro (o del chavismo) del gobierno, lo que está claro es que la mayoría de los votantes, con una participación inédita para unas elecciones parlamentarias, optó por dos cosas: 1) alternabilidad en el poder; 2) respeto a los mecanismos institucionales para la resolución de los conflictos, especialmente el voto como válvula que expresa las expectativas del ciudadano.

El mandato para los nuevos diputados es claro: el pueblo venezolano quiere que las instituciones atiendan las grandes dificultades del presente, mediante mecanismos democráticos e institucionales. La dificultad para cumplir con este encargo será grande, por cuanto los poderes públicos restantes no están comprometidos con la democracia y sus instituciones, sino con la permanencia de un grupo en el poder.

Yo, desafortunadamente, no cuento con elementos para aconsejar sobre cuál sería la mejor estrategia de acción para la nueva Asamblea Nacional. Son muchos los elementos que debe sopesar la dirigencia unitaria para decidir cuáles serán las prioridades en materia legislativa o cómo se abordarán las tensas relaciones con el Ejecutivo. En medio de ese sendero plagado de incertidumbres, peligros y trampas yo solo me voy a permitir recordar algunos elementos del discernimiento ignaciano que pudieran resultar útiles en esta enorme tarea.

Primero, que tengamos claro cuál es el fin. Sin prestar atención a prejuicios, presiones o amenazas el país civil y demócrata que está representado en la Asamblea debe tener claridad en su meta: más allá del corto plazo y el nombre del presidente y su partido de gobierno, qué es lo que debemos construir no solo para superar esta crisis, sino para evitar que una destrucción como esta pueda repetirse en el futuro. Construir instituciones fuertes, inmunes a los delirios del poderoso de turno es una tarea impostergable.

Pero además faltaría decidir cuál es el camino que nos acerca más a ese fin democrático e institucional en este contexto particular de crisis. La Asamblea tiene múltiples acciones posibles, hará falta cabeza fría para evaluarlas con racionalidad y establecer pros y contras de cada una de ellas antes de tomar cualquier curso de acción. Y más fortaleza todavía hará falta para evaluar periódicamente las decisiones tomadas y cambiarlas si fuera necesario para retomar el camino hacia la meta acordada. Sobre todo será importante evitar perder el norte, confundirse y convertir los medios en fines últimos.

Muchas decisiones de importancia estarán en manos de la Asamblea Nacional recién electa y no deberían ser delegadas. Pero otros asuntos centrales van a necesitar discusión pública, sobre todo en el área económica y social: Ley de Precios Justos, Ley del Trabajo, Ley de Misiones, Ley de Desarme. Allí un nuevo Poder Legislativo casado con una democratización de nuestras instituciones políticas debería ser ejemplo y hacer lo que nunca se ha hecho en los últimos diecisiete años: ser espacio para el debate plural e integrar a organizaciones empresariales, sindicales y de la sociedad civil a construir propuestas para el futuro. No sé si sea un exceso de mi parte pedirle eso al Niño Jesús esta Navidad.