Marielba Núñez

Diego tenía 9 años. En agosto del año pasado, cuando regresaba de unas vacaciones familiares en Guárico, la camioneta donde viajaba fue interceptada por delincuentes armados. Recibió cinco disparos que apagaron para siempre su mirada despierta y una sonrisa que sigue brillando en las imágenes que parientes y amigos comparten en Twitter bajo la etiqueta #JusticiaparaDiego.

Juanderling tenía tres años. El 21 de diciembre acompañaba a su mamá a la bodega y caminaba muy feliz porque acababan de comprarle un helado. Faltaban solo unos pocos metros para llegar a su casa, en Sarría, cuando se desató un tiroteo que le arrebató la vida en unos segundos.

Verónica tenía 8 años. El 9 de enero iba como pasajera en la moto que conducía su papá, en la avenida principal de Colinas de Araira, donde vivía, cuando unos ladrones les dispararon para robarlos y la hirieron de muerte.

Tristemente, un inventario de horrores como estos abarcaría innumerables páginas. En un país donde, según estimaciones del Observatorio Venezolano de la Violencia, fueron asesinadas 27.875 personas el año pasado, las muertes de niños o adolescentes bajo la acción de las balas pasan muchas veces desapercibidas, pero constituyen una herida abierta y sangrante en el corazón de centenares de familias, un dolor que difícilmente se atenuará o cicatrizará.

Como ocurre en otras áreas, a pesar del silencio oficial la labor sistemática de organizaciones no gubernamentales y de periodistas permite tener una idea de la magnitud del problema. La ONG especializada en infancia, Cecodap, en su informe Somos noticia del año 2014, basado en una revisión hemerográfica, contabilizó 912 homicidios con víctimas que tenían menos de 18 años de edad; la mayor cantidad de esos casos, 692, estaban vinculados con violencia social, pues ocurrieron cuando se cometían delitos como robo o sicariato. En 27 de ellos los afectados no habían cumplido 13 años de edad.

Todavía es pronto para conocer las cifras rojas de 2015, pero en un entorno en el que ya se reconoce un recrudecimiento de la violencia, solo pueden guardarse remotas esperanzas en que no se haya registrado también un aumento de las víctimas infantiles y juveniles. Los asesinatos de niños y adolescentes no son una circunstancia a la que podamos acostumbrarnos sino una catástrofe que nos interpela y nos cuestiona cada día y ante la que, sin demora, habría que tomar medidas urgentes. La misma Cecodap ya ha esbozado algunas, entre las que figura, como prioritaria, la activación de un Plan Nacional de Protección contra la Violencia, que cuente con mecanismos efectivos de denuncia y un sistema de justicia que responda, así como un programa de desarme coherente en palabras y obras. Se trata de acciones que deberían ejecutarse pronto, que no admiten demora. Es necesario que el luto que guardan familias como la de Diego, Juanderling o Verónica deje de ser una constante en los hogares de Venezuela.