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Borges escribió desde otro tiempo

Fernando Mires

Hay veces en las que uno hace cosas que no debería hacer pero las hace porque simplemente uno no puede dejar de hacerlas.

Trasladar un poema por ejemplo –algo que intenta traducir con palabras lo que no se puede decir con palabras– al mundo pre-claro de las palabras del uso cotidiano, es casi una herejía, un irrespeto, una profanación. Pero movido quizás por el vicio de entender y comunicar –deformaciones de una vida dedicada a la docencia– sentí que no podía sino hacerlo cuando leí otra vez ese poema que a mí, aparte de admirar su arquitectura impecable, nunca me había dicho demasiado.

Y hoy me dice tanto.

Las palabras aguardan con paciencia a su tiempo. Incluyo tanto a las palabras cotidianas como a las de la poesía. Sentí, y por eso estoy escribiendo sobre el poema “Elogio de la Sombra” de J. L. Borges, que había llegado el tiempo de pensarlo y decirlo. Lo supe desde que leí sus dos versos iniciales:

La vejez (tal es el nombre que otros le dan)

puede ser el tiempo de nuestra dicha.

Parece irrisorio, o quizás un pobre consuelo, decir que la vejez pueda ser el tiempo de nuestra dicha. ¡Se han escrito tantas banalidades sobre la vejez! Que con la vejez somos más sabios, que al no estar sometidos el imperio de los deseos el espíritu comienza a aparecer, que aprendemos a apreciar el fulgor de las rosas y el canto nupcial de los pájaros. Lo que ustedes quieran. En algunos casos puede incluso que todo eso sea cierto.

Pero también es cierto que cuando somos viejos comenzamos a sentir el dolor de la vida que se nos va, el cuerpo que no quiere caminar, el miedo a la nada que te hace despertar sobresaltado en medio de la noche. Eso no lo dice Borges. En su estilo tan propio nos dice solo que la vejez es una palabra, un nombre, pero a la vez puede ser un tiempo: el tiempo de la dicha.

Francamente, desde mi absurdo apego a la vida, no lograba entender a esa dicha. Él, Borges, tampoco. Incluso él, con su honestidad a toda prueba, lo confiesa:

Todo esto debería atemorizarme

pero es una dulzura, un regreso

¿Estamos entonces frente a alguien que se siente atraído por el magnetismo de la muerte? Llegado a este punto debí resistir la tentación de escribir algún párrafo freudiano relativo a la pulsión de la muerte. Hay algo de eso, tal vez. Pero la posición de Borges dista de ser la del clásico melancólico-depresivo. Todo lo contrario: su poema es un elogio a la vida ya vivida. Incluso Borges lamenta no haberla vivido más extensa e intensamente.

De las generaciones de los textos que hay en la tierra

sólo habré leído unos pocos

Los que sigo leyendo en la memoria

Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,

convergen los caminos que me han traído

“a mi secreto centro”.

A su secreto centro. Recién ahí, cuando escribió la palabra “centro”, fue cuando comencé a entender a Borges. Ese poema no es –como antes había imaginado– una carta de despedida, y si lo es, lo es solo en parte. El suyo no es el poema “del hombre que va hacia la muerte” de Heidegger. Por el contrario, es el poema del hombre que ya ha llegado a la muerte, del hombre que, aun siendo ciego, ve su propio final: el del hombre que cruzó la meta y miró hacia atrás, contemplando con cierto asombro el largo trecho recorrido.

Borges escribe ese poema desde el momento en que él está comenzando a separarse de sí mismo:

Quedan el hombre y su alma.

Vivo entre formas luminosas y vagas.

O sea: Borges no escribe desde su vida hacia la muerte sino «desde otra parte» que ya no es su vida –no, no es la muerte, pues la muerte «no es»– hacia su vida. Ya no hay nada que lamentar, lo que fue ya fue y el futuro ya no es más.

Al no tener futuro Borges solo tiene pasado pero ese pasado, al no tener tampoco un futuro, comienza a extinguirse, y con ello deja de ser pasado y pasa a ser otro tiempo incomprensible al uso de nuestras palabras. Borges nos escribe –eso fue lo que descubrí– desde otro tiempo. Un tiempo sin futuro, sin pasado, y por lo mismo, sin presente. O quizás, lo que es casi lo mismo, desde un tiempo donde todo es presente.

Mis amigos no tienen cara

las mujeres son lo que fueron hace tantos años.

No hay letras en las páginas de los libros.

Frente a la visión de ese nuevo tiempo Borges menciona ¡ojo! por segunda vez la palabra “centro”.

Emerson y la nieve y tantas cosas

ahora puedo olvidarlas. Llego “a mi centro”,

a mi álgebra y mi clave,

a mi espejo

Pronto sabré quien soy.

¿Por qué cuando ha llegado al final Borges habla de “su centro”? Desde el punto de vista geométrico es un temendo error. Pero desde el punto de vista filosófico no lo es.

Borges, efectivamente, al escribir ese poema desde su propio final, se encuentra situado entre dos tiempos: el que precede a su muerte y el que sigue a su muerte. Por eso nos habla dos veces de su centro. Él es su propio centro. Él es el punto intermedio que yace entre su acceso al, y su descenso del, mundo. Ese “centro” es para Borges el lugar privilegiado de la poesía: la cercanía de un «más allá» vista desde un «más acá».

Borges regresa al lugar desde donde llegó al mundo. Pronto sabrá definitivamente quien es él después de haber sido por “un  tiempo” Borges. Borges está a punto de regresar al SER. Desde allí, aún estando su cuerpo en vida, nos envió este poema: su propia agonía. Más que un poema, es toda una revelación. Gracias, Borges.
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Para leer el poema de J. L. Borges, ELOGIO DE LA SOMBRA hacer clic  AQUÌ

Fuente: El Blog de Fernando Mires

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