Lissette González
Los programas sociales son, en principio, algo bueno puesto que sin ellos las condiciones de vida de la población más vulnerable de un país muy probablemente serían aún más duras. Sin embargo, mientras la consolidación de derechos sociales empodera a la ciudadanía, las políticas asistencialistas y paternalistas tienden a lo contrario.
¿Por qué afirmo esto? Por una parte, la existencia de derechos legalmente garantizados le impone al Estado una obligación: por ejemplo, si la educación es un derecho, entonces el Estado está obligado a construir la infraestructura educativa necesaria para la inclusión de todos los niños y jóvenes a quienes la ley otorga dicho derecho. Y lo mismo ocurre con la salud y otros aspectos sociales que establece nuestra Constitución. Si son derechos y el Estado no atiende estas tareas a las que está obligado, pues la ciudadanía puede exigir su cumplimiento.
Cuando, por el contrario, la política social se concibe desde el paternalismo o el clientelismo, ese bien o servicio público entregado no es un derecho exigible. Se convierte en una dádiva que concede el gobernante “bueno” a quien se le debe, por tanto, obediencia en agradecimiento por el favor recibido. En esta concepción, el recibir la ayuda pone al beneficiario en una condición de asimetría y sometimiento bien distinta a la condición de ciudadano.
Buena parte de la política social de estos últimos años se ha basado en esta mirada, paternalista y clientelar. Recibir educación no es un derecho, los beneficiarios de las misiones Robinson o Ribas le deben esa oportunidad al Presidente Chávez. Y, además, estas iniciativas han estado tan orientadas a fortalecer al grupo que detenta el poder, que incluso la selección de los beneficiarios ha estado más enfocada en la orientación política que en las necesidades de la población en estado de carencia.
Donde la política social ha estado más descaradamente orientada a fomentar la sumisión del beneficiario es en el área de la vivienda. Desde una perspectiva liberal la crítica a esta Misión podría centrarse en que estas viviendas fueron entregadas sin que mediara pago alguno. Pero, como bien diría cualquier economista, “there is no free lunch”; y estas viviendas tampoco son gratis aunque no medie una transacción monetaria. El costo es infinitamente mayor que cualquier hipoteca: el adjudicatario paga con el máximo desamparo y sometimiento. Puedes vivir en ese inmueble, pero no te pertenece. Y cuando hablo aquí de la ausencia del derecho de propiedad sobre la vivienda no me refiero a los aspectos económicos que esta situación plantea, ya largamente enumerados en múltiples artículos: imposibilidad de vender, alquilar o incluso heredar esa propiedad a los hijos. El mayor costo que afrontan esas familias es la total incertidumbre: al menor resquicio de duda sobre el apoyo del beneficiario al “proceso” corre el riesgo de que esta vivienda le sea arrebatada sin procedimientos claros y calculables, sin que medie recurso alguno, sin que se tenga al menos derecho a la defensa.
He allí el quid de la férrea oposición del PSUV al proyecto de Ley de otorgamiento de títulos de propiedad a beneficiarios de la Gran Misión Vivienda Venezuela. Las posibilidades de chantaje son infinitamente menores si el Ejecutivo nacional te amenaza con quitarte una canaimita o una beca de la Misión Sucre; mientras que la amenaza de perder tu vivienda por sí sola puede ser suficiente para evitar que el descontento por la ausencia de medicinas o alimentos se convierta en más votos contra el PSUV.
Por eso creo que la bancada de la MUD ha hecho bien en tomar este tema como bandera al inicio de la presente legislatura. Fortalecer los derechos ciudadanos es paso esencial para recomponer nuestra debilitada democracia, aun cuando el resto de los poderes públicos, que permanecen en manos del PSUV, se resistan a ejecutar esta ley. Toda iniciativa legal que favorezca la libertad de los ciudadanos frente a un estado que busca someterlos y controlarlos es la base sobre la cual construir la democracia incluyente del futuro.