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El partido de la libertad

Fernando Mires

Hay conceptos preñados. Son los entendidos por su significación adquirida y no por su etimología. Solo nombrarlos activa asociaciones, dependiendo del lugar y del tiempo en donde son pronunciados.

No hay que nombrar la cuerda en la casa del ahorcado; es un dicho. Y es muy cierto: la palabra “cuerda” tiene una significación distinta para un violinista que para la viuda de un ahorcado. Con la terminología política sucede algo parecido. Si yo digo en Chile, “pueblo chileno”, nadie se va a incomodar. Pero si en Alemania digo “pueblo alemán”, me van a mirar con desconfianza pues se trata de un concepto asociado a la historia del nazismo. En la docencia universitaria es impronunciable: un tabú.

Uno de los conceptos más preñados es –o ha llegado a ser– el de liberalismo. La razón parece ser obvia: Hoy priman dos connotaciones acerca de su significado. Una es económica. La otra es política.

Acerca de esas connotaciones tuvo lugar hace muy poco en Chile un debate público entre algunos intelectuales acerca del dilema Hayek o Rawls. Como se puede inferir, el tema apuntaba a una toma de posiciones con respecto al futuro del país: O a favor del liberalismo económico de Hayek o a favor del liberalismo político de Rawls; ese era el tenor de la interesante controversia.

¿Son entonces el económico y el político dos liberalismos distintos? En un principio no lo eran. Las libertades económicas defendidas por Hayek pertenecieron originariamente al compendio de los liberales del siglo XlX. En esos tiempos no había contraposición entre ser liberal en lo económico y liberal en lo político y probablemente a nadie se le habría ocurrido iniciar una discusión sobre un dilema Smith/ Rousseau, como hoy ocurre con el dilema Hayek/ Rawls.

La disociación entre el liberalismo económico y el político es más bien un producto neto del siglo XX. Aunque es difícil encontrar un punto cronológico de partida, es fácil deducir las razones que llevaron a dicha semántica disociación. Esas razones tienen que ver con la despolitización de la economía, con su conversión en ciencia matemática y con el nacimiento de la politología como disciplina independiente.

En otras palabras, la especialización taylorista del trabajo no solo se hizo presente en la producción industrial, sino, además, en diversos niveles de la vida, incluyendo el intelectual. Es por eso que mientras más complejas se vuelven las relaciones humanas, mayor es el grado de especialización requerida. Lo experimentamos muy bien en el campo de la medicina donde muchos hemos sido casi obligados a delegar cada uno de nuestros miembros a un médico diferente. Los tiempos modernos son, definitivamente, fragmentarios y, por lo mismo, las tendencias disociativas son cada vez más notorias.

En el caso de la disociación entre dos liberalismos, el económico y el político, esta comenzó a hacerse manifiesta cuando algunos economistas descubrieron que las libertades económicas podían ser practicadas no solo con prescindencia de las políticas sino, además, gracias a su supresión. Los chilenos lo sabemos muy bien. El liberalismo económico practicado en los últimos decenios por todos los gobiernos, floreció en Chile no en contra sino gracias a una dictadura. Antes de esa dictadura, el liberalismo tenía una connotación muy positiva. Después –pese a que continúa prevaleciendo– ha llegado a ser casi un insulto.

Mucho más lejos de Chile, en China, sus jerarcas descubrieron como el más desenfrenado liberalismo económico podía ser también una condición para el mantenimiento de la dictadura comunista en el poder. Allí, un modelo basado en la supresión de las libertades políticas, por un lado, y en la total liberación de las fuerzas productivas, por otro, ha funcionado de modo altamente exitoso. De igual modo, el “capitalismo concesionario” puesto en práctica por Raúl Castro en Cuba, otorga muchas libertades a las empresas turísticas (incluyendo las formas más duras de prostitución) siempre y cuando estas no interfieran con el poder del Estado.

El capitalismo impuesto por los chinos en la economía y por Raúl Castro en el área turística no solo es neoliberal. Es, además, ultraliberal. El comunismo –así escribirán los historiadores futuros– fue en países como China y Cuba la fase de la acumulación originaria en el proceso histórico que lleva a un capitalismo total (y totalitario).

¿Cómo lograr que quienes defendemos a un liberalismo radical en lo político no seamos confundidos con los liberales económicos? Es condenadamente difícil. Precisamente para evitar esa dificultad, la última vez cuando fui preguntado si yo era liberal o no, me decidí a responder: “ No: yo no soy liberal, yo soy libertario”. Igual, creo que nadie me entendió. No obstante pienso que, casi sin darme cuenta, dije algo importante. Ser liberal, efectivamente, no es lo mismo que ser libertario.

¿Cuál es la diferencia entre un liberal político y un libertario político? La respuesta es fácil: mientras el liberalismo político es una doctrina, el “libertarismo” –no sé si existe como concepto, de ahí las comillas– es una actitud, o si se prefiere, una toma de posición no solo frente a la política sino ante la vida. Quiero decir: se puede ser progresista o conservador, izquierdista o derechista y, además, libertario. La “libertaridad” es una posición transversal.

Soy conciente –no estoy inventando la pólvora– de que la idea libertaria tiene una connotación originariamente anarquista. Pero eso ya no puede seguir siendo un problema. Por una parte, los anarquistas casi ya no existen; como las ballenas, están en vías de extinción. Por otra, el ansia de libertad –y no una doctrina– sigue viva en diferentes zonas de la tierra. Me atrevería incluso a afirmar que por el solo hecho de ser humanos, deseamos –aunque sea muy en el fondo– ser más libres de lo que somos.

Hay muchos modelos de organización social y económica, qué duda cabe. La disputa acerca de cual de ellos es el más eficiente continuará llenado páginas en libros y en medios de comunicación. Y está bien que así sea. Pero más allá del modelo que nos guste, para los militantes de “el partido de la libertad” hay un punto muy claro; y es el siguiente: todo modelo que pase por la restricción de las libertades, de los derechos humanos consagrados en las constituciones democráticas, o por la instauración de dictaduras, despotías y autocracias, es un mal modelo y por lo tanto debe ser repudiado y combatido. Esté donde esté. Sea en la derecha o en la izquierda. Pues, como escribió Hannah Arendt: “El sentido de la política es la libertad”. Sin ese sentido –uso una paradoja– la política no tendría sentido.

Ahora, ¿qué es la libertad? He aquí mi respuesta: Cuando la tengo, no lo sé. Cuando no la tengo, sí lo sé.

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