Marcelino Bisbal
Umberto Eco mantuvo, durante muchos años, una gran diversidad de columnas en variadas publicaciones latinoamericanas y de casi todo el mundo. Una de ellas llevaba por título “Desde Europa” y la pudimos seguir trimestralmente en la revista ELLibrero aquí en Venezuela. En una de esas columnas (2012) nos expresaba que “uno de mis deseos es ponerle fin a esta columna, al menos en su actual encarnación. Cada tantas semanas tengo que conjurar un tema que aparente sea de actualidad, aún si lo que realmente quisiera hacer es volver a leer la obra de Píndaro y escribir (con bastante retraso) una reseña de sus poemas”. Pues bien, desde el 19 de febrero Eco podrá dedicarse a lo que más le gustaba que era leer y releer lo que ya había leído. Es que era un apasionado del libro, de cualquier libro, verdaderamente un fanático como confesó en alguna oportunidad. Por eso decía que “una colección de libros es un fenómeno masturbatorio, solitario, y raramente se encuentran personas que puedan compartir nuestra misma pasión. Si poseemos cuadros muy bellos, la gente nos visitará para admirarlos. Pero no encontraremos a nadie interesado de verdad en nuestra colección de libros antiguos. No entienden por qué le damos tanta importancia a un librito sin ningún atractivo, y por qué nos ha costado años de búsqueda”.
Para Eco el libro lo era casi todo, lo podía casi todo. Porque “el libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo… Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es”.
Fue un italiano excepcional, de una vastísima obra no solo orientada a un tema o disciplina en particular como pudiera ser la filosofía o la semiología, quehaceres ambos que desempeñó como académico que fue, sino que se encaminó también por las rutas del arte, la estética y la cultura en general. Desde 1980, con la publicación de su primera novela –El nombre de la rosa–, se fue por el mundo de la novelística con la destreza del que conoce desde hace un buen tiempo esos caminos y ese oficio de escribidor de mundos ficcionales. A partir de esa novela vendrán otras como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004), El cementerio de Praga (2010) y más recientemente Número cero (2015). Pero ninguna de estas novelas alcanzará el éxito de ventas de El nombre de la rosa. Se dijo, en su oportunidad, que había vendido 50 millones de ejemplares. Además fue llevada al cine en 1986 por el director Jean-Jacques Annaud, contando con el actor Sean Connery en el papel de William de Baskerbille como una especie de investigador-detective en plena Edad Media.
Nuestro encuentro con el pensamiento de Umberto Eco se da en plena década de los años setenta cuando en Venezuela y en América Latina estamos en plena discusión y confrontación en torno a la cultura de masas desde la vertiente crítica –perspectiva europea y frankfurtiana para más señas– y la orientación sociológica formal y norteamericana. Era un pensar sobre los medios y no avanzábamos hacia ningún norte. Llega entonces Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas en donde Eco logra poner en su lugar el papel histórico que cumple la conocida cultura de masas. Nos dirá que “la cultura de masas tiene lugar en el momento histórico en que las masas entran como protagonistas en la vida social y participa en las cuestiones públicas”. Después nos topamos con otro texto editado en español en 1986, La estrategia de la ilusión. Colección de ensayos que trata de analizar lo cotidiano que va desde el deporte, la política, los medios en general y se detiene en la televisión para hacer un análisis de la cultura televisiva –como cultura popular– en cuanto proceso semiótico o de significación. Es un libro que critica a los mass-media a través de los mass-media y nos expresa que “en el universo de la representación mass-mediática, es la única elección de libertad que nos queda”.
La mexicana Rossana Reguillo, en relación a otro libro fundamental para comprender la comunicación y la cultura en América Latina, De los medios a las mediaciones, de Jesús Martín-Barbero, nos dirá –y tomamos sus palabras para expresar lo mismo con referencia a los dos libros de Umberto Eco antes señalados– que “el texto llega en un momento en el que, como parte de una generación más o menos emergente de estudiosos de la comunicación, enfrentaba la encrucijada de la fuga y la renuncia. De un lado, estaba el cansancio ante una literatura y un pensamiento que se ocupaba centralmente de los medios de comunicación y proponían (casi) como única opción legítima para los interesados en la comunicación, la investigación de y en los medios, pero carecía de un planteamiento que permitiera problematizar el antes, el durante y el después de los medios, o en otras palabras, lo que yo interpretaba en aquel momento, como una distancia dolorosa con los actores de la comunicación, es decir, los sujetos y su vida cotidiana. La investigación empírica me lanzaba intermitentes señales de alerta, la cuestión se me volvía más compleja y la literatura dominante en comunicación en esta época, me dejaba insatisfecha. La fuga hacia otros territorios del saber era prácticamente inevitable”.
Ni el filósofo, ni el especialista en estética, ni el semiólogo que fue Umberto Eco pudo desprenderse de su especial afición por el análisis e interpretación de la cultura de masas o de la civilización del espectáculo como recientemente la denominó el escritor Mario Vargas Llosa copiando a Guy Debord con su Sociedad del espectáculo. Eco nos manda a leer a McLuhan para comprender la televisión y lo que la gente hace con ella, porque “el hombre gutenbergiano ha muerto”. Pero también nos manda, casi obliga, a leer al norteamericano Dwight MacDonald y a Walter Benjamin. En tal sentido, no tiene pérdida el ensayo que escribiera Eco en 1984: “El modelo americano: veinte años de difusión de la cultura estadounidense en Italia”.
Todo el pensamiento de Umberto Eco en relación con los medios masivos de comunicación y su cultura está más cerca de Walter Benjamin que de T.W. Adorno. Porque Benjamin fue quien logró ver para su época (hasta 1940 cuando se quita la vida en Port-Bou, pequeño pueblo catalán) el sentido trasgresor de la tecnología frente a las bellas artes o la cultura elitesca. Eco critica ferozmente a la teoría crítica al decir “que el empleo indiscriminado de un concepto fetiche como el de industria cultural implica, en el fondo, la incapacidad misma de aceptar estos acontecimientos históricos, y –con ellos– la perspectiva de una humanidad capaz de operar sobre la historia”.
Umberto Eco estuvo en Caracas por allá en 1994, invitado por la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas de Fundarte (organización cultural de la Alcaldía de Caracas). Tulio Hernández fue el ideador y promotor de 25 conferencias sobre la ciudad, el espacio público y la cultura urbana. La disertación de Eco tuvo que ver con la idea de un mundo posible y un mundo real vistos desde la novela-ciudad.
Si Umberto Eco nos visitara hoy ¿qué vería? ¿cómo nos vería a los venezolanos? ¿qué nos diría? ¿qué interpretación haría de la realidad presente? ¿cómo caracterizaría este des-orden de país, de sociedad, de ciudadanía…? Quizás nos expresaría aquella noción de verdad que está presente en la ficción y que no puede ser puesta en discusión, mientras que el mundo real que estamos viviendo los venezolanos parece ser, de hecho es, un lugar insidioso.
Dejo estas líneas, seguramente des-ordenadas, de mis lecturas de Umberto Eco, de aquellos libros que he citado y que resultaron ser libros fundacionales para mis trabajos como docente. Porque como bien nos dijo una vez: “El problema de la cultura de masas nos atañe a todos”, como a todos nos atañe este des-orden.