Manuel Llorens

Una señora de baja estatura arrastrando una maleta casi de su tamaño se apareció temprano frente al edificio de la Aula Magna. Supuse que era miembro del equipo de Cofavic. Ellos dictaron un taller el 17 y 18 de este mes en nuestra universidad sobre el manejo psicológico de las personas torturadas. Cofavic, como se sabe, es el Comité de Familiares de las Víctimas del 27 y 28 de febrero y desde entonces han acumulado una experiencia enorme sobre el acompañamiento a víctimas y familiares ante los abusos del Estado.

Resulta que la señora era Hilda Páez, una de las madres cuyo hijo fue asesinado en aquellos días oscuros. Además es fundadora de Cofavic. Junto a sus compañeras nos contó su historia, transmitieron los aprendizajes extraídos con sudor y lágrimas, no solo de los sucesos de 1989 sino de las víctimas de violencia policial que han acompañado a través de los años, así como de otras atrocidades, que ignominiosamente nuestro país sigue acumulando, entre las que están los abusos cometidos durante las protestas estudiantiles de 2014 y, más recientemente, los sucesos de Tumeremo.

Nos hablaron de sus contactos con gente de Tumeremo, que ya no será recordado como antesala a la Gran Sabana, ni por un calypso de Serenata Guayanesa, sino por el registro de horror que dejó el asesinato y la intimidación sistemática de decenas de personas. El último eslabón en una cadena de horrores en la que nos hemos convertido.

Enfrentado al relato de espanto de lo que escucharon en Tumeremo me quedé pensando en Hilda. Me quedé sorprendido de la serenidad con que compartió sus pérdidas irreparables y de su tenacidad para enfrentar a un Estado que sigue en mora con las víctimas. “Me pagaron una indemnización, pero todavía no me entregan el expediente del caso”, reclama. Sin embargo, en sus palabras no sentí agobio, ni cansancio. Todo lo contrario. Sino una mezcla de algo que solo puedo describir como levedad y convicción. Pensé entonces en la maleta pesada y la calma con que parecía lidiar con ella, segura de que llegaría al salón para llevarnos los materiales del curso.

Recordé a Italo Calvino y sus lecciones para el milenio venidero[1], en que privilegia, sobre los demás valores, la levedad. Recrea a Perseo, quien enfrentado a Medusa, monstruo de cabellera ofidia, utiliza su escudo para verla de reojo, tangencialmente, avistándola de lleno pero evitando la mirada que petrificaba a los que la veían de frente. Así, le cortó la cabeza.

Lo interesante, escribe Calvino, viene después. Acabada la tarea grotesca, Perseo hace lo que “cualquiera en su lugar haría, se lava las manos”. Pero antes de hacerlo coloca la cabeza cortada de Medusa delicadamente sobre unas hojas para evitar que se deteriore con la arena. Ese gesto le resulta a Calvino fascinante. Un detalle cuidadoso con los restos del horror. Perseo, escribe, es ícono de la levedad. Capaz de liquidar al monstruo con inteligencia, sin perder su conexión con la belleza. Carga luego la cabeza en un saco, como recordatorio.

Se parece a Hilda y a las mujeres de Cofavic.

Quizás nos ayuden a responder cómo hacer para enfrentar un Estado grotesco, vergonzoso, sin perdernos en el camino.

Levantemos todos la voz por Tumeremo.

[1] Calvino, I. (2012). Seis Propuestas para el Próximo Milenio. Siruela