Fernando Mires
Tranquilo; no me voy a subir arriba de ningún podio para condenar moralmente a alguien. No seguiré la ruta de quienes -tal vez porque no han tenido la oportunidad de convertirse en delincuentes- acusan con furia a Almodóvar, Macri, Messi, Platini, Putin (a este último habría que condenarlo por cosas mucho peores) y a tantos otros descubiertos a través de esa proeza del periodismo que llevó a desclasificar los papeles de Panamá.
Tampoco, Dios me libre, voy a tratar de justificar a nadie. Mi profesión no es ser juez y solo haré aquí lo de siempre: ejercitar el pensamiento alrededor de cosas que aparecen sobre la superficie de este mundo (dicho en términos más profesionales, ese es el quid de la razón fenomenológica)
¿Qué es lo que más llama la atención en el caso de los papeles de Panamá?
Aparte de la enorme cantidad de involucrados y de la notoriedad publica de muchos de ellos, es evidente que se trata de personas que tienen mucho dinero. Motivo que me llevó a escribir un tuiter del que luego me arrepentí y por lo mismo borré. El tuiter era una pregunta y decía: “¿es que esa gente no tiene suficiente dinero para vivir?”
Era ese el tuiter de un normal ciudadano indignado. Pero no apuntaba hacia ningún lado. El tuitter correcto debería haber sido otra pregunta: ¿Qué es lo que lleva a personas que tienen tanto dinero a evadir impuestos ocultando ganancias no siempre mal habidas? Frase que al superar los 140 caracteres ya no era “tuiteable”. Esa es la razón por la cual estoy sentado aquí escribiendo un artículo de opinión. Y mi premisa dice: esas personas no han delinquido por necesidad.
Esas personas han delinquido porque no quieren perder (en impuestos) “algo” de su dinero. Luego, son personas que tienen miedo a perder dinero. Un miedo lógico desde un punto de vista económico formal pero no desde un punto de vista existencial ya que lo que sobra a esas personas es justamente dinero.
Resistiré la tentación de despachar el problema de un modo fácil. No diré que esas personas al actuar de modo ilógico sufren una anomalía. Tampoco comparto la tesis que hace ya más de medio siglo popularizó Erich Fromm (“Del Tener al Ser”) quien siguiendo las lecciones de el Karl Marx de los “Grundrisse” diagnostizó que el malestar de nuestro tiempo deriva de la sustitución del ser por el tener, hecho que lleva a la enajenación del individuo con respecto a la realidad. El error de Fromm a mi juicio fue que, al igual que Marx (y por lo mismo, Hegel), partía de un concepto formal de realidad.
Tuvo que aparecer Lacan para decirnos que lo real no es lo que concebimos como real sino lo que no podemos alcanzar desde la perspectiva de esto que llamamos realidad: lo indecible, lo que aparece ante nuestros ojos como siniestro (Freud) pues bordea el precipicio de la nada.
¿Y qué tiene que ver lo dicho con las cuentas de Panamá? Mucho, si recordamos que hace un minuto dijimos que lo que tienen en común todas las personas con cuentas en Panamá, además de mucho dinero, es su miedo a perderlo. Por eso delinquieron. Es decir, esas personas tienen miedo, y ese miedo no es solo propio a esas personas sino -esta es mi más profunda convicción- a la condición humana.
El ser humano, desde que sabe que es, vive con el miedo a no ser, miedo que lo lleva a sustituir la tenencia del miedo por la tenencia de un objeto sos-tenedor. Es el miedo a volver al vacío de donde venimos, miedo que se manifiesta como miedo a la muerte, o miedo a perder la vida. Pero es mucho más profundo, pues se trata de un miedo que está más allá de la propia muerte: es el miedo a la nada, o miedo a ser nada, o para decirlo en términos costumbristas: un miedo a ser un don nadie. Esa es la razón por la cual no podemos soportar la pérdida de los objetos a los cuales hemos ligado nuestro ser, en este caso, el dinero. Pero no es solo el dinero. Puede ser otra tenencia. Puede ser incluso otra persona. Puede ser también un amor.
No hay contradicción querido Erich Fromm entre ser y tener. El ser es deseo de ser y el deseo pertenece al “registro del tener” (Lacan). El ser debe ser sos-tenido para que no caiga en el vacío de su no-ser. El problema entonces no es que el ser se manifieste en el tener sino en cual es el objeto que hemos elegido tener para man-tener al ser. Me refiero a ese objeto que no queremos ni podemos perder. En el caso de los ahorristas de Panamá, ese objeto es el dinero.
Hay personas, en cambio, a las cuales no les ha sido concedido el privilegio, no del dinero, sino de tener un objeto que los man-tenga. Son quienes viven aterrados al borde del abismo, los que están a punto de caer en el vacío, los acosados por el miedo a la nada, los que solo encuentran, al final, una “enfermedad” la que al “tenerla” termina protegiéndolos de no ser nada. El paciente que se declara enfermo ha comenzado a sanar, dijo una vez Freud.
El hecho es que, cuando hemos encontrado a ese objeto que nos sujeta, es decir, a ese objeto que nos convierte en sujeto, no solo no queremos perderlo, sino además, nos convertimos en sus objetos, o como se dice en lenguaje corriente, en adictos del objeto. La analogía con el droga-adicto salta a la vista. Efectivamente; cualquier objeto puede ser convertido en droga. La droga-objeto nos hace suyo, nos domina, nos controla, no podemos vivir sin ella.
El dinero, y en ese punto sí tenía razón Marx, es un objeto que al contarlo nos permite mantener la ilusión de medir nuestro valor de ser. El dinero, decía Marx, no es un valor, pero en un mundo de representaciones, es la representación del valor (de la mercancía). El dinero es para mucho la representación de lo que valemos, es decir, de “cuanto” somos.
El Tío Rico McPato lo sabía tan bien como Marx. El dinero para la genial criatura de Walt Dysney, al igual que para los ahorristas de Panamá, ha perdido su rol de mediación entre diversas mercancías (incluyendo nuestra capacidad de trabajo) y se ha convertido en una mercancía en sí; algo que no puede ser “gastado” porque si se gasta se pierde. Desde esa perspectiva McPato no es un ser anómalo. En estricto sentido, es un pato-lógico.
Tío McPato vive colgado de su dinero, el drogadicto de su droga, el enamorado de su amor. ¿Absurdo? Tan absurdo como el conocidísimo chiste del loco que pintaba el techo a quien a un trabajador pidió prestada la brocha. El loco contestó: “Estás loco? ¿Y con qué me voy a sostener?”. Ese loco “colgado de la brocha” estaba en cierto sentido menos loco que otros locos. Al menos no ocultó, como hicieron los ahorristas de Panamá, al objeto con el que (imagina) ser sos-tenido en este mundo.
El problema es, en consecuencia, que el objeto que estamos buscando no es el objeto del cual deberemos sostenernos. No hay, en efecto, ninguno objeto en este mundo que permita llenar el vacío de ser del cual la condición humana es su trágica portadora. Solo así nos explicamos por qué quienes tienen mucho dinero siempre quieren tener más. Lo mismo ocurre con la droga, con los alimentos, con las posesión de mujeres u hombres, con el poder.
El deseo de tener, como si fuera una bolsa plástica, se ensancha mientras más con-tiene. Hasta que la bolsa revienta por algún lado: en la cárcel, en la psiquiatría, en el cuerpo que se asestó el toque final, en la desclasificación de una lista oculta en un país tropical. Como sea, el objeto del deseo está destinado a no ser hallado. Siempre será una sustitución del verdadero objeto. ¿Y dónde está el verdadero objeto? Nadie lo sabe. Lo único que sospechamos algunos es que ese objeto no pertenece al reino de este mundo.
Mantener en alguna parte oculta el codiciado objeto del deseo proporciona al menos una cierta seguridad. Ficticia, ilusoria, pero necesaria para el deseante.
Fue Harry Hole, el carismático comisario inventado por el quizás mejor escritor de novelas policiales de nuestro tiempo, el noruego Jo Nesbø, quien mejor que muchos analistas logró captar la sicología del ser deseante.
En la novela “El Fantasma”, Harry Hole llega a una conclusión. Siempre el drogadicto guarda en algún lugar seguro y muy oculto una porción de su droga la que aún en los momentos de mayor necesidad se abstiene de consumir. Ese secreto no será compartido con nadie. Es en cierto modo su seguro de vida (o de muerte). Ese secreto es su Banco de Panamá.
Por supuesto, este texto es solo una línea de interpretación en el entramado de líneas que conducen a Panamá. No he escrito por ejemplo sobre otra línea, una que lleva al deseo de trasgresión, de saltar sobre la ley y el orden y engañar incluso al Estado del cual algunos ahorristas forman parte. Las prohibiciones que debemos acatar en el curso de nuestras vidas son tantas y a veces tan duras que terminan originando el deseo de transgredirlas. Todos sabemos, desde niños, el influjo casi erótico que ejerce en nosotros la prohibición, hecho que pagamos con culpas, la mayor de las veces, imaginarias.
Los papeles de Panamá han certificado una vez más la infinita magnitud de la pobreza humana. No me refiero a la pobreza material ni menos a la moral. Me refiero a la pobreza de espíritu de la cual, de una manera u otra, todos somos portadores. Esa pobreza es, sin embargo, nuestra única riqueza. Pues si fuéramos ricos de espíritu no necesitaríamos de más espíritu. ¿Dónde reside ese espíritu? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Nuestra tarea entonces es buscarlo, aunque en el fondo sepamos que nunca lo vamos a encontrar.
En todo caso ya tenemos un indicio: ese espíritu no está en Panamá.
Fuente: El Blog de Fernando Mires