Lissette González
Las estadísticas vienen mostrándonos claras señales de la disminución en las condiciones de vidas de las personas, incluso utilizando fuentes oficiales y aun cuando los datos no sean los más actualizados: las encuestas del INE registran caída del ingreso real de los hogares, aumento de la pobreza y disminución del consumo de alimentos mucho antes de este fatídico 2016.
Más aún, nos podemos acercar a la gravedad del presente recurriendo a estadísticas independientes, como la Encuesta de Condiciones de Vida llevada a cabo por la UCAB, la UCV y la USB: allí vemos como a finales de 2015 se habían alcanzado cifras record de pobreza por ingreso y los datos de alimentación muestran que 12% de los hogares realizan 2 comidas o menos al día.
Claro que suena demoledor; pero es abstracto, lejano, genérico. Pega más cuando es la señora que limpia tu oficina quien te dice “ya no sabemos qué comer”. O cuando las noticias muestran que en el hospital de niños o la Maternidad Concepción Palacios, los pacientes no reciben leche y comida.
Más y más noticias nos recuerdan a diario la devastación que generan la inflación y la escasez en la vida de miles de personas: un bebé abandonado en las inmediaciones de la Policlínica Metropolitana, una señora mayor que decide suicidarse ante un diagnóstico de cáncer, una mujer que da a luz en una de las omnipresentes colas para comprar comida.
Pero las noticias nos muestran también los rostros de las víctimas de la violencia: los desparecidos en Tumeremo, los asesinados en alguna Operación de Liberación del Pueblo, las tantas víctimas de homicidios y secuestros, los familiares de las víctimas de linchamiento.
Cada uno de estos temas nos remite a noticias terriblemente dolorosas, imágenes que preferiríamos no ver. Pero la realidad está allí, incólume. En esas noticias está el país real, ese que niega el discurso oficial.
Si pudiéramos elegir, no escogeríamos ver estas imágenes. No aquí, en nuestra ciudad, en el país en el que hemos construido nuestros afectos. Pero esos son los rostros del país que hemos construido.
Mirar de frente tanto dolor es imprescindible para construir un futuro distinto. Encarar los rostros del horror que vive la mayoría de los venezolanos es la tarea del liderazgo de cada organización y de todos los colores políticos. Sin empatía con el sufrimiento de cada uno, no pueden construirse propuestas inclusivas más allá de la polarización.
Finalmente, cada milímetro de esta tragedia debe documentarse y difundirse si queremos evitar que se repita. Es tarea de todos construir otro futuro, uno donde no sea posible que el privilegio de unos pocos se mantenga a costa del sufrimiento de las mayorías. Para ello, la memoria de estos años debe estar presente como recordatorio permanente de aquello que no podemos volver a permitir.