Marielba Núñez

El gobierno ha reducido la jornada laboral de la administración pública hasta lo absurdo, en un esfuerzo agónico por intentar detener el temido colapso eléctrico. Se trata del más reciente capítulo del drama de un país que hasta hace pocos años nadaba en un océano de dinero, que se dilapidó sin dejar rastro bajo la conducción de un liderazgo incapaz de administrarlo con sensatez y honestidad.

Está claro que quienes no supieron administrar la abundancia mucho menos son competentes para manejarse en la austeridad. La táctica de la parálisis puede que nos salve temporalmente del apagón generalizado, pero tendremos que pagar el precio y este es muy alto. Como se ha hecho una vergonzosa costumbre, las principales víctimas son los sectores más vulnerables. Lo deja claro un comunicado difundido por las ONG agrupadas bajo la Red por los Derechos Humanos de Niños, Niñas y Adolescentes, que denuncia que las medidas establecidas por el decreto 2.303 han comprometido el funcionamiento del sistema de protección de la infancia, al provocar el retraso e incluso la parálisis de la atención a un sector que debería ser prioridad absoluta.

La situación se agrava con la decisión de suspender un día de clases en los planteles de preescolar, primaria y básica. Como no se cansan de advertir quienes defienden el derecho a la Educación, una jornada perdida es difícilmente recuperable y a veces ningún esfuerzo es suficiente para lograrlo, sobre todo en un país como el nuestro donde ya es tan cuesta arriba para muchas familias enviar a sus hijos diariamente a la escuela. Las aulas vacías son, además de una de las peores secuelas de la ineptitud y la corrupción en el manejo de los multimillonarios recursos que se destinaron al sistema eléctrico, una evidencia de hasta qué punto el gobierno ha extraviado la brújula de las prioridades.

Es necesario sumarse a las voces que se han levantado para cuestionar esta medida, entre ellas la de la Escuela de Educación de la UCAB, que ha exhortado al Ministerio de Educación no solo a reconsiderarla sino también a presentar un plan de recuperación que de alguna manera ayude a reparar el daño. Aunque oficialmente se han dejado de dictar nueve días de clases, el Observatorio Venezolano de Educación ha contabilizado a través de encuestas realizadas en varias instituciones hasta once días de suspensión de actividades escolares, que pueden ser muchos más en ciudades donde son constantes las fallas de electricidad. En un sistema educativo asediado por la deserción y el bajo rendimiento, el panorama no puede calificarse sino de sombrío.

Hasta ahora solo el silencio oficial ha sido la respuesta a la petición de excluir a los centros escolares de los planes de reducción de la jornada de trabajo. Peor aún, es probable que la medida incluso se prolongue, si tomamos en cuenta lo que señala el artículo 13 del decreto de Estado de Excepción que acaba de publicarse, que insiste en darle al Ejecutivo la potestad para continuar anunciando días no laborables. Ante esto, hay que insistir en que si lo que en realidad se necesita es involucrar a las escuelas en un plan de ahorro eléctrico, las estrategias podrían ser muchas otras que no echen por la borda la invaluable conquista que significa cada uno de nuestros estudiantes.