Fernando Mires
La noticia produjo indignación en círculos democráticos. Después de una turbulenta discusión en Ankara, una ocasional mayoría parlamentaria, siguiendo una orden del Presidente Recep Tayyip Erdogan, levantó la inmunidad a más de cien parlamentarios acusados de mantener relaciones con el PKK y otras organizaciones kurdas (15 de mayo de 2016). La medida afecta principalmente al partido de los kurdos, el HDP.
50 de los 59 miembros del HDP ya habían sido acusados de proterroristas por el gobierno. En la práctica ya no gozan de inmunidad. A 51 parlamentarios del más grande partido de oposición, el CHP, les será igualmente arrebatada la inmunidad. Lo mismo a 27 del AKP y a 9 del partido nacionalista de derecha, el MHP. En caso de que suficientes escaños permanezcan desocupados, el gobierno llamará a nuevas elecciones. El objetivo parece estar muy claro: convertir al parlamento en una asamblea sumisa al poder ejecutivo.
De ahora en adelante Turquía será una nación presidencialista, islámica y sobre todo “erdoganista”. El paso que separa a una república parlamentaria de una presidencialista ya ha sido dado.
Las alarmas en los gobiernos democráticos son justificadas. Parlamentarios sin inmunidad no representarán más a quienes los eligieron sin la posibilidad certera de perder su cargo. El debate parlamentario –la razón de existir del parlamento– quedará sometido a la más estricta censura. Las leyes emitidas por el parlamento serán simples decretos presidenciales.
¿Qué pueden hacer los gobiernos europeos en contra de ese asalto a la democracia consumado en sus propias puertas?¿Cerrar definitivamente el ingreso de Turquía a la UE? Dicha medida pudo haber sido efectiva hace un par de años. Pero por el momento Erdogan no tiene ningún interés en ingresar a la UE. Su objetivo principal es lograr la hegemonía sobre el mundo islámico-sunita (el sueño turco del imperio otomano) y así cerrar el paso a Irán y sobre todo a la Rusia de Putin en la región. Para que eso sea posible –así piensa seguramente Erdogan– es preciso unificar el frente interno, aunque ello pase por la destrucción definitiva del pueblo kurdo, por la eliminación del parlamento y por la instalación de una dictadura extremadamente personalista y autoritaria.
Erdogan, por si fuera poco, mantiene neutralizados a la mayoría de los gobiernos europeos. “Si ustedes no me apoyan o simplemente me critican” –parece decirles– “no recibiré más refugiados desde Siria”. Frente a esa amenaza, Europa baja la cabeza.
Por otra parte todos en Europa saben, aunque nadie lo dice, que en caso de un eventual choque de trenes entre Turquía y Rusia, la UE solo podría apoyar a Turquía, a menos que intente ella misma frenar a Putin, cosa que evidentemente nunca hará.
Los tiempos han cambiado. Europa ya no pone condiciones a Erdogan. Pero Erdogan sí las pone a Europa.
Sin embargo, Erdogan no sigue un esquema demasiado original. En la práctica ha adoptado el de su enemigo Putin ya que para nadie es un secreto que la Duma en Rusia no es más que una asamblea ratificadora de las decisiones del gobierno. Por ejemplo, cuando Putin decidió invadir Ucrania primero, a Siria después, no lo hizo en nombre del ejecutivo sino “acatando” decisiones de la Duma. La Duma es en Rusia una farsa, como ahora lo es el parlamento turco. El ejemplo será copiado en diversos países de Europa. En el hecho, ya está ocurriendo.
¿Estamos enfrentando a una crisis de la democracia parlamentaria como ocurrió durante el periodo del fascismo del siglo XX? Al parecer, así es. El avance del antiparlamentarismo en función del establecimiento de regímenes personalistas y autoritarios no solo es propio a gobiernos que continúan largas tradiciones autocráticas como son los de Erdogan en Turquía y Putin en Rusia. En países como Hungría, Polonia, Rumania, la opción del presidencialismo extremo ya es también una realidad.
Ahora, mirando el tema desde una perspectiva latinoamericana, es imposible pasar por alto el brutal asalto al parlamento (AN) que ha tenido lugar en la Venezuela de Nicolás Maduro.
Los gobiernos antiparlamentarios de América Latina, a cuya tradición ya pertenece el de Maduro, se inscriben en la larga línea dictatorial que ha marcado la historia del continente desde el siglo XlX. La diferencia con el neoantiparlamentarismo europeo –es importante mencionarla– es que mientras en América Latina la idea de la democracia ha llegado a ser hegemónica en el siglo XXl, en Europa, aún siendo hegemónica, comienza a perder hegemonía frente al avance de los autoritarismos presidencialistas que la amenazan.
En cierto sentido Erdogan llevó a cabo en Turquía la medida que no se atrevió a hacer Hugo Chávez en Venezuela. Convencido este último de la eternidad del régimen, confió en que su mayoría dentro de la AN jamás sería cuestionada. Ese era por lo demás el certificado que mostraba cada vez que desde algún lugar del mundo era cuestionado el carácter democrático de su gobierno.
Esa razón –y no su complicidad con el chavismo– explica por qué la OEA de Insulza no pudo proceder en contra de Chávez. Almagro tampoco habría podido hacerlo. Pero después de haber prácticamente anulado a la AN, Almagro no tenía otra alternativa sino pronunciarse en contra de Maduro. Insulza, quizás en un estilo diferente, habría tenido que hacer lo mismo. Mala suerte para Insulza. Le correspondió actuar durante el periodo de oro de Chávez. A Almagro le correspondió, en cambio, el periodo más turbio del chavismo, el de Maduro.
Hay que repetirlo hasta el cansancio: Chávez no era democrático pero su gobierno era hegemónico y mayoritario. Esa es la diferencia radical con el de Maduro. El de Maduro es un gobierno protegido por vallas militares y muy poco más. Hecho que a la vez explica su carácter esencialmente represivo.
Chávez también era represivo pero la represión chavista estaba conectada a su superioridad política. En cambio, la represión de Maduro es el resultado de su inferioridad política. Mientras Chávez era mas político que pretoriano, Maduro es más pretoriano que político. Para repetir una frase formulada en otro artículo, Maduro es un populista sin pueblo. Por eso, pese a ejercer objetivamente una dictadura, él no puede ser un dictador temido como tal vez hubiera querido serlo. Solo es odiado. Temido no es.
Nadie teme a gobiernos de minoría, sean dictaduras o no. Para decirlo con el concepto revitalizado por Almagro, menos que un dictador, Maduro es un dictadorzuelo. Palabra que hay que tomar en serio desde el punto de vista de la teoría política. Esa palabra marca la diferencia entre un dictador apoyado solo en las armas y otro en una gran mayoría. Dictadorzuelo, dicho en breve, es la palabra que designa a un dictador sin consenso público.
Las diferencias entre los procedimientos de Erdogan y Maduro saltan a la vista. Erdogan, al asaltar al parlamento, lo hizo apoyado en una mayoría parlamentaria. Maduro ha asaltado al parlamento, pero apoyado en una ínfima minoría, dentro y fuera del parlamento.
Maduro tuvo su oportunidad política. La perdió. Habiendo sido derrotado electoralmente el 6-D tenía todavía cartas en su mano para ofrecer a la oposición una coexistencia de poderes en aras de la gobernabilidad de la nación común (con la posibilidad de haber dividido aún más a la de por sí dividida oposición). No obstante, en lugar de actuar políticamente, reconstruyó un poder judicial que no representa a nadie, un poder formado por gente sin credenciales jurídicas, meros mercenarios cuyo función es fungir como cerco de protección al gobierno.
La declaración del estado de excepción fue el golpe de gracia dado por Maduro a la AN (y, en consecuencia, a la gran mayoría de la ciudadanía venezolana). De este modo Maduro no dejó a la oposición otra alternativa que no fuera la lucha por la destitución de un gobierno antiparlamentario y, por lo mismo, ilegítimo. Entre todas las posibles formas de destitución se impuso al fin la más popular, la más realista y la más política: el revocatorio.
El parlamento –aunque a los intelectuales seguidores del teórico del antiparlamentarismo, Carl Schmitt, pueda dolerles– es la voz del pueblo expresada a través de sus delegados, incluyendo a los de las minorías. Ninguna otra institución del Estado ha llegado a ostentar la genuina representación del poder popular como el parlamento. Sin parlamento no hay representación de la nación políticamente constituida y en consecuencias, no hay democracia representativa. El parlamento es, además, el lugar del debate, de la confrontación, del diálogo y de alianzas, prácticas sin las cuales la política sería imposible. Allí son discutidas nada menos que las leyes que regirán el destino de toda la nación. El parlamento es, dicho en breve, el legado luminoso que nos dejó la polis de los griegos, hoy incrustado en el Estado moderno.
Para que esa luz y esas voces no se apaguen en Venezuela, Maduro y su régimen antiparlamentario deberán ser revocados. Por lo tanto el revocatorio no solo es legal y legítimo. Es, además, necesario. El revocatorio, permítanme decirlo así, es en Venezuela “lo políticamente no negociable”.
El parlamento ha sido asaltado en Turquía y en Venezuela. Los demócratas turcos ya no pueden hacer mucho en contra. Pero los venezolanos todavía pueden salvar “su” parlamento. Pues el revocatorio no ha surgido solo para destituir a un mal presidente. Su tarea será la de ayudar a crear en Venezuela una república democrática, presidencial y parlamentaria a la vez.
Sin parlamento puede haber república pero jamás podrá haber democracia. La salvación del parlamento (AN) y el revocatorio son, por lo mismo, las dos caras de la misma moneda.
Quizás está de más decirlo. Si en Venezuela la mayoría democrática logra restituir la vigencia de la AN, será sentado un precedente válido para toda América Latina. Y así Venezuela no será Turquía.
Fuente: El Blog de Fernando Mires