Luis Ugalde
Hoy entre tanta carestía y desesperación nada es más escaso en Venezuela que la política. Vivimos una semana intensa de negociaciones verdaderas y de simulacros de diálogo para engañar y mantenerse en el poder. La inusual reunión de la OEA, las alarmas prendidas en varios bloques de países, la validación de las firmas para el revocatorio presidencial, los saqueos de la desesperación y las mil reuniones y rumores, confirman lo insostenible de la catástrofe actual. Si el gobierno fuera democrático y respetara la voluntad popular, emprendería los cambios exigidos o renunciaría. No debería pasar del próximo mes de julio esta toma de decisiones trascendentales que abran la puerta al abastecimiento contra el hambre, a la llegada humanitaria de medicinas, a la liberación de presos políticos y asuman las medidas económicas imprescindibles para la reactivación empresarial productiva. Todo ello basado en la restauración de la violada constitución democrática.
¿Por qué no ocurre algo tan obvio? Porque reina el imperio de la anti política, vivimos en dictadura.
Al principio fue la comunicación directa del caudillo con la masa de seguidores entusiasmados, sin mediación de partidos ni de instituciones, al estilo fascista cantado por Ceresole. Cuando Chávez apenas se estaba estrenando en la Presidencia me dijo con franqueza”yo no creo en los partidos políticos, ni siquiera en el mío, yo creo en los militares que es donde yo me formé”. Cuando reinan las armas, la soberanía no está en el pueblo sino en quien tiene el fusil. Es la muerte de la política. Sin embargo, Chávez significó para muchos venezolanos el resurgir de la política, que estaba moribunda por los partidos, gastados por la rutina y la corrupción e insensibles ante la creciente pobreza. Luego vino el fatal enamoramiento con el agónico régimen cubano, fracasado en todo menos en el arte de mantenerse en el poder dictatorial, y se dio el desgraciado matrimonio entre militares y el marxismo-leninismo. Ya habían ocurrido el derrumbe del Muro de Berlín, la disolución del Bloque Soviético y la conversión capitalista del partido comunista chino y su reino. La mayor parte de la izquierda marxista en Venezuela había evolucionado a la luz de esos hechos, pero una minoría seguía creyendo que para poder destruir el monstruo de la “dictadura de la burguesía” se requiere la “dictadura del proletariado” concentrada en un solo partido, con todos los poderes estatales y las armas en sus manos y sin la debilidad de la división de poderes. En ese modelo dictatorial los adversarios políticos son enemigos cuyo lugar es la cárcel, el exilio o la y la sobrevivencia, sometidos y excluidos de toda política.
El Estado dictatorial nace del asalto al poder de una minoría (“vanguardia del proletariado”) y su imposición armada. Los monarcas absolutos decían “el Estado soy yo” y “rex est lex”, el rey es la ley. ¿Quién duda de que Stalin, Mao o Castro eran Estado y ley suprema, con súbditos callados y obedientes? Castro era Jefe de Estado, de gobierno y de partido único, no por una degradación del modelo, sino porque ese era su propósito, como ahora el del régimen venezolano.
El poder tiene su rostro divino y también diabólico. Jesús cortó la disputa de sus discípulos por los primeros puestos en el futuro reino poder al que ellos aspiraban, diciéndoles que en los reinos de este mundo los poderosos oprimen a sus súbditos, “pero entre ustedes no ha de ser así”, sino que el más importante sea el servidor de todos. Esta actitud radical de servidor es la base de la democracia. El habitante se transforma en ciudadano asumiendo una actitud superior de solidaridad y responsabilidad colectiva. Sin ciudadanos no hay democracia, ni república, pues lo público es un espacio común con “voluntad general” compartida por las millones de voluntades individuales que se constituyen en soberano. En la base de todo está el reconocimiento de los otros, de los distintos, la solidaridad con ellos y la corresponsabilidad. Dada la tentación dictatorial (de derecha o de izquierda) de todo poder, es necesario crear los contrapesos y limitaciones, como son los límites de duración en los cargos, la alternancia y la no perpetuación ni elegibilidad ilimitada, como acordó nuestra constitución de 1999.
Para salir del desastre actual necesitamos no solo líderes políticos democráticos, sino la repolitización de toda la sociedad, la conversión de los habitantes en ciudadanos, que actúan, que dialogan y negocian, que reconocen a los que son distintos para hacer una casa común donde tengan cabida los intereses de los diversos grupos. Con alegría hemos visto muchos jóvenes universitarios que trascendiendo su estrecho interés individual, descubren la política como exigente camino de servicio al conjunto de la sociedad. Venezuela necesita un pacto social básico para el bien común y que todos y cada uno de los sectores (vecinos, trabajadores, empresarios, magistrados, educadores, iglesias…) nos preguntemos qué podemos aportar para que ello sea compartido y realizado.
O asumimos masivamente la política como responsabilidad superior o morimos en el saqueo anárquico de los restos dejados por quienes saquearon primero.
Publicado en el diario El Nacional el 23 de junio de 2016