Elías Pino Iturrieta
Celebré los ruidos gruesos del presidente de la AN cuando fue burlada su investidura en el aeropuerto de Caracas. Hice gala de mi celebración en el Twitter, esta vez con centenares de seguidores, para que no quedara duda de mi apoyo ante el abuso de la militarada. Que el jefe del Legislativo y sus compañeros de viaje, representantes todos del pueblo, fuesen sometidos a una infamante requisa y al acoso de unos “periodistas” pagados y mandados por el régimen para meter zancadillas, merecía una repulsa que no dejara dudas y que podía expresarse mediante lo que habitualmente consideramos como malas palabras. Cuando la bota militar se ceba contra la civilidad merece la respuesta de la insolencia. Eso pensé en el momento y me coloqué en la entusiasta barra de los apoyadores de quien maneja los trabajos del Parlamento, pero el asunto pasó a mayores. En breve, respondió al comandante de la GNB con un lenguaje semejante en procacidad. Guardé silencio entonces para pensar lo que debía escribir hoy.
Valió la pena el mutismo. Mientras lo llevaba a cabo, recordé el pormenor de un mitin transmitido por la televisión, que mostraba al mismo diputado-presidente agarrándose la bragueta ante la multitud. Era una de las armas que utilizaría contra el gobierno, aseguró ante el micrófono. Bragueta contra “revolución”, bragueta civil contra bragueta militar, bolas vestidas de paisano contra bolas verde oliva. Sea por el amor de Dios. Lo fundamental de la historia radica en los aplausos que el gesto cosechó. Las ovaciones fueron clamorosas, como si la gente volcara su regocijo ante una iniciativa digna de encomio. Y así topamos con la médula del asunto. Que en la plaza pública se exhiban conductas de prostíbulo ante las cuales un auditorio muestra su respaldo, indica uno de los peligros inminentes de la actual etapa política. Un episodio de tal naturaleza nos remite hacia el estado de descomposición ante el cual estamos próximos como sociedad, o en el cual nos meteremos con la mayor comodidad si no se produce una rectificación de la manera de abordar los negocios públicos.
Pero el presidente de la AN no es hombre de prostíbulos. Disciplinado en su oficio, bien formado en materia profesional, amigo de las bibliotecas y de una escritura que realiza con propiedad, de pronto se aficiona a poses y a vocabularios de los bajos fondos. ¿Por qué? El hambre de aplausos es canija. La popularidad puede buscarse en la parcela resbaladiza de los arrabales. En especial cuando está probado que el poder se puede casar con la chabacanería, como nos enseñó hasta la saciedad el estilo oratorio del comandante Chávez y de muchos de sus seguidores. ¿Si para ellos significó una multiplicación de clientelas, no producirá iguales o mejores réditos a quien sube con velocidad de adolescente la escalera de la fama?
El presidente de la AN debe considerar que no le habla a un populacho, ni que actúa a sus anchas frente a masas amorfas y rudimentarias, ante espectadores que dependen de la ordinariez para conceder soporte a un liderazgo. Si Chávez y sus corifeos han tratado a la gente y todavía la tratan como populacho, ahora corresponden los miramientos requeridos por una sociedad que ha actuado con un grado de madurez inédito en la historia de Venezuela. A la demostración de civilidad exhibida en las elecciones parlamentarias, pero especialmente en el apoyo del referendúm revocatorio, corresponde la mesura de quien ha sido escogido por el pueblo para que lo represente en la escala más elevada. En ocasiones como la del mitin referido tal vez se puedan establecer vínculos entre la política y los cojones, entre el arrabal y la retórica, entre la vulgaridad y el favor popular, pero nadie, a estas alturas, merece que le fomenten la afición a ese tipo de cercanías.
Un hombre capaz de presentarse con discursos cultivados carece de motivos para encanallar su comunicación con la ciudadanía. El asunto no consiste en presentarse de traje y corbata en la Cámara, ni en exigir ropas formales a los diputados de la oposición. El camino es más derecho y menos superficial, aunque más arduo. Desde antiguo se habla del lenguaje de los cuarteles en sentido crítico y peyorativo. Que no suceda lo mismo con el lenguaje del parlamento.
Publicado en el diario El Nacional el 3 de julio de 2016