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Tomás Straka escribe sobre Angelina Pollak-Eltz

Antropóloga austriaca que dedicó su vida a la comprensión de la realidad venezolana, a Angelina Pollak-Eltz, a su pasión y talento, debemos mucho de lo que hoy sabemos de nosotros mismos, el rescate de grupos invisibilizados como los afrodescendientes, y la identificación de procesos que resultaron de importancia para nuestra sociedad.

Ya en la década de los 80, por ejemplo, vio la mutación religiosa que experimentaba la sociedad, fundamentalmente virando hacia dos corrientes: el pentecostalismo y la santería. Enseñó por décadas en la Universidad Católica Andrés Bello, investigó con acuciosidad, viajó por el mundo y por el país, y publicó obras fundamentales como La familia negra en Venezuela (1972), María Lionza, mito y cultos venezolanos (1985), La medicina popular en Venezuela (1987), La negritud en Venezuela (1991), Religiones afroamericanas hoy (1994), La religiosidad popular en Venezuela (1994) y Estudio antropológico del pentecostalismo en Venezuela (2000). Mientras fue su directora, hizo de la revista Montalbán una referencia continental.

No puedo cerrar la nota sin una intrusión personal. Siendo de las más entrañables amigas de mi papá, Hellmuth Straka, con quien hizo no pocas investigaciones, para nosotros fue prácticamente un miembro de la familia. Madrina de mi hermana Úrsula, las tenidas que cada tanto hacía en su casa, en la que le exponía a sus amigos, con abundantes diapositivas, los resultados de sus viajes por América, África, los rincones más apartados del país, fueron esenciales en mi formación. Cuando papá murió, siempre actuó como una especie de ángel tutelar. Nos buscó ayudas en Austria y en la Iglesia; nos visitaba para Navidad, estaba al tanto de los avances en nuestros estudios, en nuestra vida.

Disfrutó una Venezuela en la que pudo viajar sola a cualquier lado, visitar a sus entrañables amigas en Petare, en Barlovento, en Sorte: rezanderas, curanderas, espiritistas, a las que entrevistaba primero para después trabar amistad. No tenía problemas en tomar un «yip» en la redoma de Petare y al día siguiente jugar tenis en el Country Club. Tal vez por eso era poseedora inconsciente de varios ensalmes que la protegieron.

La vi por última vez en 2014 en Viena, donde se había retirado. Estaba activa y feliz. Iba a la ópera, al museo, a visitar a sus hijas y amigas, hablaba de viajes. Con entusiasmo me habló de una iglesia pentecostal africana que había descubierto y que esperaba investigar. No pocas veces, con otros austro-venezolanos, salió a protestar por la situación de nuestra patria. Divertida, me contó que los policías se acercaban ante el corro, más bien pequeño, que sostenía banderas y portaban gorras tricolores; los auscultaban, sin entender bien qué pasaba, y los dejaban en paz.

Sin embargo, las noticias de Venezuela eran lo único que ensombrecía un poco los que resultaron ser sus últimos días.

Fue la suya una vida larga, digna y provechosa. Una vida que se acaba de apagar, pero que lega una obra y un ejemplo que seguirá con nosotros.

Que descanse en paz. Que los dioses africanos que poblaron sus afanes la lleven en andas al cielo donde seguramente hallará a dos de sus más entrañables compañeras que la precedieron en su marcha: Yolanda Salas y Michelle Ascensio.

Allá tendrán la oportunidad de seguir pensando sobre nuestra multiforme sociedad.

♦ Tomás Straka

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