Marielba Núñez
La desigualdad siempre ha sido un asunto crucial en Venezuela, pero en los últimos tiempos, cuando se han endurecido los problemas económicos para la mayoría de las familias venezolanas, la brecha entre quienes tienen acceso a algunos recursos y los más desfavorecidos ha adquirido las dimensiones de un abismo. En el pasado quedaron los discursos oficiales que mostraban como un logro de las políticas gubernamentales la reducción de la inequidad, pues todo lo que vemos a nuestro alrededor muestra que aquellos avances que se exhibían en el terreno social quedaron reducidos solamente al azar de coyunturales ingresos petroleros y no respondían a decisiones de fondo que hubieran podido proteger a la población cuando los escenarios cambiaran.
Las carencias, sin embargo, no son las mismas para todos. Mientras muchos se ven obligados a seguir haciendo largas y desesperantes colas durante varias horas al día para tener acceso a algunos bienes básicos, una pequeña parte de la población puede comprar lo que necesita a precios que dejan el salario mínimo como una referencia absurda. Por supuesto, entre quienes pueden hacer uso de esos privilegios se cuentan funcionarios públicos con altos cargos, que no vacilan en pedir a los ciudadanos grandes sacrificios mientras ellos exhiben un tren de vida absolutamente vedado para las mayorías, que incluye compras –a veces traídas del exterior– a precios que nada tienen que ver con los ingresos de cualquier trabajador venezolano. La consigna del «buen vivir», a la que tanto se apeló desde el alto gobierno, quedó reducida a un mal chiste, pues es todo lo contrario lo que los ciudadanos experimentamos cada día.
La Encuesta Condiciones de Vida de la Población Venezolana, realizada por las universidades Central de Venezuela, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar, ha aportado datos elocuentes. Por ejemplo, ha mostrado un aumento de la proporción de familias que pueden considerarse por debajo de la línea de pobreza en el país. Para el año 2014, se calculaba que había 48 % de hogares en esa condición, pero el empeoramiento de las condiciones sociales hizo que, en 2015, 73 % de los hogares cruzaran también esa barrera.
El mismo análisis ya mostraba la ineficacia de las misiones sociales para afrontar el colapso económico, pues su efecto quedó totalmente disminuido frente al enorme aumento de la demanda de quienes han pasado a necesitar asistencia. No es un secreto, sin embargo, que no para todos las políticas económicas, incluso de los últimos tiempos, han significado una desmejora, pues muchos siguen enriqueciéndose a costa de un proyecto político y económico que resulta inviable para la mayoría. No hay discurso vacío, ni «dakazo» con impacto propagandístico, ni nuevas misiones con nombres rimbombantes que sirvan para comprar más tiempo ni para pedir paciencia cuando urgen medidas para frenar el aumento de la pobreza y detener la asignación de prebendas a una minoría cada vez más al desnudo.