Elías Pino Iturieta
En una hora determinada y contra todo pronóstico, el párvulo salió del aula en cuya estrechez estuvo condenado desde el día de su nacimiento. Apenas vino al mundo, los preceptores se encargaron de la tarea de formarlo para cuando le tocara enfrentarse con la realidad circundante, después de una pedagogía tan paciente que parecía interminable. Como la formación del infante dependía de la voluntad de los maestros, es decir, de cómo considerasen ellos su crecimiento, topamos con una lección cercana a lo interminable. Solo el educando podía determinar el momento propicio para desanudar la situación de dependencia, si se atrevía a alejarse de un magisterio respetado y antiguo. Lo encontró en nuestros días, por fin, para asumir el desafío de una existencia regida por los criterios de su albedrío.
Usted es incompetente, se le dijo al chamito desde que tuvo la ocurrencia de presentarse ante sus mayores. Desde un púlpito que remonta al período colonial, el sacerdote descubrió que no estaba capacitado para entender los misterios de la religión, ni los fundamentos de la civilización del conquistador. Por consiguiente, debía quedar al cuidado de un grupo de “padres de familia”, quienes se encargarían de la fiscalización de sus pasos para que entrara sin estrépito en la gracia de la fe y en la obediencia del monarca. ¿Hasta cuándo? En este caso se planteó una pedagogía infinita, quizá por considerar que el alumno era presa de una idiotez irremediable. Los manuales dispusieron un proceso de enseñanza que debía permanecer hasta el advenimiento del juicio final, es decir, hasta el fin de los tiempos.
Con el movimiento del almanaque se consideró que el plazo no debía ser tan alejado de lo que en propiedad se puede considerar como un plazo. No hay que esperar a que el escolar se presente ante el juez definitivo, se pensó en los principios del siglo XX, porque es un proceso que puede tener desenlace terrenal. Los nuevos encargados de la cátedra no hablaban desde el púlpito, ni representaban a la Corona. Por eso prometieron al chiquillo un aula más corta, aunque pródiga en exigencias. Ahora no importaba que salvara el alma, sino que se proveyera de “Moral y luces”. Una meta más accesible, siempre que dependiera de la guía de unos profes proclamados como libertadores de la patria. “La libertad es un menú peligroso”, dijo uno de ellos en célebre discurso a través del cual se ofreció como brújula del nuevo destino del paciente pupilo que aún no se hartaba de educadores porque consideraba que no servía para mayor cosa, de tanto que se lo habían dicho.
De allí que los aguantara cuando después lo metieron en el aula agitando un estandarte de “Orden y Progreso”, o a través del llamado de los cuadernos de urbanidad. Era una pulitura distinta, un esmeril de cuño más fino, pero igualmente le tocaba someterse a la pastilla de jabón que lo haría más tratable, en especial si la vitrina de las prendas escolares debía mostrarse ante los extranjeros. Y así anduvo el pobre angelito, hasta cuando se le dijo que podía abandonar el correccional porque del asunto se ocuparían los partidos políticos del siglo XX. Si entre clase y clase le habían tocado conferencias de tortol y horario especial con los esbirros, sintió que le llegaba el tiempo del recreo, o la posibilidad de jubilarse para siempre. Error de aprendiz: ahora entraba en una escuela más sutil que no parecía escuela, pero que lo era en términos engañosos porque le ofrecía un diploma de madurez mientras lo seguía considerando como un imberbe.
Los partidos educadores no permanecieron en el plantel porque se ganaron la impaciencia del colegial a quien mantenían en el salón de primaria, o porque las escuelas de las curiosas organizaciones metidas a preceptistas de lo sagrado y lo profano se fueron arruinando por falta de anzuelos. Fue entonces cuando los aventureros y los hombres de presa encontraron la ocasión de ocuparse del proceso de enseñanza, faena en la que se encuentran con más pena que gloria porque el destinatario, ante el tamaño de la calamidad, ante la magnitud del fraude de los maestros más incompetentes y deshonestos de un programa empeñado desde siempre en convertirlo en minusválido, se despidió por fin de la escuela. El niño creció y ahora da lecciones.
Publicado en el diraio El Nacional el 30 de octubre de 2016