Elías Pino Iturrieta

Lo más fácil es echarles la culpa a las encuestas, debido a que pronosticaban la victoria de la señora Clinton en el voto popular y en los colegios electorales. Si habían puesto la cómica cuando nos dijeron cómo votarían los ingleses en su reacción antieuropea y cuando aseguraron el triunfo de los acuerdos de paz en Colombia, solo les faltaba el pelón de las elecciones de Estados Unidos para que la copa de las críticas se colmara. Tienen sentido los reproches, debido a que uno supone que los sondeos de opinión están manejados por profesionales cuyo prestigio corre riesgos en cada averiguación. Aun en el caso venezolano, si exceptuamos las empresas pagadas y presionadas por el régimen o por algún político con agallas, pero ahora el tema no toca tan abajo sino mucho más arriba.

Es probable que la reprobación no se detenga en un aspecto fundamental, independientemente del aspecto mercantil que las envuelve: las encuestas son trabajos sobre fachadas, que no se interesan por la profundidad del asunto que les incumbe. Copian palabras apresuradas, pero no registran el interior de una sensibilidad que quiere vivir sin la opinión ajena. Se ocupan de instantes, sin detenerse en la carga de las reacciones que cristalizan apenas un poco para aferrarse después a una conducta antecedente que puede tener fundamentos arraigados, que depende de una historia remota. ¿No fue eso lo que sucedió en Estados Unidos con la victoria de Trump, que solo los más atrevidos consideraban segura?

Ciertamente se ha vivido allá un proceso de inclusión cada vez más evidente, cuya cumbre advertimos en los triunfos consecutivos de Obama como primer magistrado. El sorpresivo ascenso parecía indicar la conclusión de una pugna que remontaba a los orígenes de la nación, cuando se dispuso que Dios había creado iguales a todos los hombres menos a los negros, y que la libertad no incluía a las poblaciones de los estados esclavistas que deberían esperar la lección de la guerra civil para que la Constitución dejara de ser una componenda fraguada por un elenco de notables. Mucho más tarde, después de la contienda, ocurrieron las cruzadas por los derechos civiles y por la desaparición de la discriminación racial, que parecieron concluidas cuando una cola infinita de votantes negros resolvió que una familia de negros viviera durante ocho años en la Casa Blanca.

¿Colorín colorado? El ascenso de Trump indica lo contrario. Los progresos de la cohabitación significaron la pérdida del paraíso para grandes capas de la ciudadanía de piel clara, la repulsa que provoca sentir el ascenso de unos advenedizos, o quizá de unos seres inferiores a quienes solo les corresponde vivir en los rincones de la colectividad y a quienes hay que poner en su lugar por las malas, si no se da la oportunidad de hacerlo de la manera civilizada a la que acuden los anglosajones modernos para guardar apariencias. Los advenedizos son buenos para las faenas serviles, como sucede con los crecientes pobladores de origen latino, pero les está vedada la intromisión en el monopolio que volverá por sus fueros después de superar el escollo de un lapso de inaceptable nivelación provocado por un par de extravíos electorales. Es preferible frenarlos con votos, en lugar de que la policía los extermine al detal. Mejor votar que encargarles la faena a unos cherifes intemperantes.

Cuando miramos hacia la civilización estadounidense pasamos por alto la existencia de grandes masas ignorantes y mezquinas para las que el bien común es un asunto exótico. También ignoramos la existencia de capas indiferentes que se recluyen en sus domicilios para vivir a su modo, sin preocuparse por el destino del prójimo. El capitalismo tolerante y relativamente benévolo que había asomado Clinton y profundizado Obama no les viene bien. Todo lo contrario, les saca ronchas en el cogote, les insufla oxígeno, los invita a la retaliación, los pone a votar por un hombre que promete el imperio de sus prejuicios. Hay una historia que se les opone y que volverá oportunamente, pero ahora ha perdido una escaramuza primordial. Nada de esto puede ser registrado por la superficialidad de las encuestas, pese a que uno insista en consultarlas para saber qué pasará entre nosotros.

Publicado en el diario El Nacional el 12 de noviembre de 2016