Marielba Núñez

Caracas suena. De sus calles se eleva un murmullo de rabia, de contrariedad, de indignación. Se aprecia en las largas colas que siguen siendo el paisaje recurrente frente a las panaderías donde la gente espera por horas que salga la canilla del día; en los abastos donde de vez en cuando llegan productos que alguna vez fueron cotidianos, como la harina de maíz, el arroz o el aceite; en los supermercados que ahora ciertamente se ven un poco más abastecidos, pero que exhiben solamente bienes cuyos precios quedan muy lejos del bolsillo de la gran mayoría.

A veces, Caracas no sólo suena sino que retumba. Retumba en los lamentos de familias impotentes porque no consiguen el medicamento que necesitan con urgencia para sus enfermos, sean estos niños, adultos o ancianos; en el llanto de quienes tienen que despedirse por tiempo indefinido de amigos, vecinos y parientes, que han hecho maletas para buscar un destino que les ofrezca alguna esperanza; en los sollozos de quienes han perdido a sus seres queridos, víctimas de una violencia creciente e inexplicable.

En ocasiones es el silencio el que se impone con un estruendo sordo. Está allí, en el rostro de quienes cada atardecer llegan a los basureros a buscar algún resto que les permita comer hoy, aquí, en una ciudad agobiada por una economía desquiciada, donde la supervivencia para miles se hace más cuesta arriba que en un desierto.

Caracas grita. En calles destruidas, llenas de huecos; en edificios abandonados, donde alguna vez funcionaron tiendas, restaurantes o farmacias. En avenidas oscuras acordonadas por postes inservibles y ciegos. En construcciones a medio terminar, incluso imponentes rascacielos cuyo esqueleto gris todavía asombra. En hospitales derruidos, con camillas desnudas. En escuelas con pupitres vacíos y en parques solitarios donde desde hace tiempo no juega ningún niño.

Hay quien decide poner música y subir el volumen todo lo que puede, con tal de no escuchar cómo suena Caracas. Para acallar las voces de reclamo, de descontento, de desaprobación, de protesta. Pone entonces una anodina pieza de salsa y se atreve a dar unos tímidos pasos de baile, con la cabeza gacha, como alguien que sabe que sus movimientos están fuera de lugar. Otros son más ambiciosos, van más allá y deciden que mejor sería un festival porque haría aún más ruido, y lo bautizan así, Suena Caracas, y dilapidan a manos llenas el dinero que no es de ellos y que tanto se necesita para aliviar la urgencia de comida y medicinas. Todo sea por apagar las voces que increpan y acusan y que seguirán escuchándose a pesar de la estridencia con la que intentan silenciarlas.