Cuando se presentan situaciones críticas acudo a memorias del proceso de Independencia que pueden ofrecer luz a nuestros días, pero generalmente fracaso. En realidad, la gente de la actualidad no tiene necesidad de saber lo que hicieron los antepasados, por muy importantes que fueran, para opinar con propiedad sobre ocurrencias actuales. No es su vocación, pero no son añadiduras de la vida que se pueden dejar de lado como si cual cosa. Algún sentido tienen. Alguna lección pueden dejarnos, especialmente cuando les pedimos a los políticos del presente lo que no pueden dar, o lo que apenas pueden entregarnos por cuotas.
Generalmente consideramos a los padres de la patria como personajes de una sola pieza maciza, como bloques de acero dispuestos sin vacilación a cumplir cometidos heroicos, y queremos que los protagonistas de nuestros días los imiten. Solicitud imposible debido a que las urgencias del futuro no se parecen a las del pasado, pero especialmente porque las figuras a quienes tomamos como modelos no son tan definidas como pensamos, o como nos ha hecho pensar la simpleza de los manuales patrioteros. Todo lo contrario, según se puede desprender de los recuerdos sueltos que ahora quiero recuperar.
El recuerdo del diputado López Méndez, por ejemplo, quien se levantó de su curul el 3 de julio de 1811 para confesar su perplejidad ante los retos que lo acosaban. No tengo las ideas claras sobre el desafío de la Independencia, afirmó, pienso una cosa cuando me acuesto y me levanto con pareceres distintos, para presentarme aquí cargado de vacilaciones. Nadie le llevó entonces la contraria, silencio que permite suponer cómo sus colegas experimentaban sensaciones idénticas. Dos días antes había manifestado un argumento parecido el diputado Sata, quien llegó a afirmar que, debido a su inexperiencia en materia de asuntos públicos, ninguno de los miembros del Congreso estaba en capacidad de tomar decisiones certeras. El 5 de julio se declaró la Independencia, ya lo sabemos, pero como producto de las cavilaciones y de los pasos morosos que habían distinguido a quienes tomaron, por fin, la decisión de suscribirla. Hubo una sorpresa, por lo tanto, porque los debates de la víspera se orientaban a darle largas.
La idea que tenemos sobre la unidad de los representantes fundacionales sobre los problemas esenciales también es errónea. Las discusiones sobre la modificación del mapa de Venezuela provocaron agrias distancias, en cuyo fomento los diputados de diversas regiones manifestaron su rechazo a lo que consideraron como una tiranía de Caracas. Hasta llegaron a clamar por la creación de pequeñas repúblicas sin nexos con la ciudad en la cual se celebraba el Congreso. Más todavía: se atrevieron a anunciar la posibilidad de una guerra civil, para evitar que los caraqueños se convirtieran en dueños del territorio que podía ser la sede de una confederación republicana. Y ni hablar de los dicterios que se pronunciaron entonces, o de las amenazas recíprocas en torno a temas de envergadura, como la peliaguda proclamación de la igualdad de los ciudadanos. Para evitar que la gente de la calle se enterara de la magnitud de la desunión de sus representantes frente a un negocio así de crucial, se resolvió que se dirimiera en sesión secreta. Así ocurrió, para terminar en afirmaciones tibias.
Todas estas cosas se nos olvidan cuando reclamamos a los políticos de hoy lo que consideramos como paciencia excesiva frente al régimen, o como cosa peor. Quizá desconozcamos los hechos del nacimiento republicano, los precavidos movimientos de los debutantes de 1811, pero el punto radica en cómo nos empecinamos en la solicitud de una salida inmediata sin considerar que los de ahora están frente a la soldadura de un arduo rompecabezas que los reclamantes jamás podrán llevar a cabo por su desconocimiento de cómo se bate el cobre en las alturas y porque apenas saben lanzar palabras al viento. Ni siquiera con la experiencia que ahora poseen los políticos, más evidente si se comparan con los primerizos del siglo XIX, se puede pensar en que llegarán mañana a la meta. Lo dice la historia, en caso de que tenga sentido para los amigos insatisfechos que están en período de multiplicación y que seguramente motejarán a López Méndez de colaboracionista.
Publicado en el diario El Nacional el 19 de noviembre de 2016