Poco después de habérseme concedido el honor de dirigirme a ustedes, vi a una persona que me hizo pensar. Frente a una bolsa de basura abierta, vestida con las ropas del color que cubre a quienes duermen en las calles, hojeaba un libro, erguida. Y me pregunté, ¿por qué una persona que no tiene qué comer se detiene frente a un libro?

En su caso, no puedo responder. Pero me pregunto por qué nosotros, que presenciamos o adivinamos tragedias en nuestro entorno, que podemos haber sufrido en mayor o menor grado la separación de las familias y los amigos, los embates de enfermedades y violencias, la humillación y el abuso del poder, por qué nosotros, me pregunto, podemos detenernos frente a un libro. A muchos libros, incluso detenernos al punto de escribir libros, o para libros.

No puedo responder por cada uno. Sin embargo, puedo imaginar respuestas distintas a los lugares comunes que reúnen vacíos y ausencias. Los que repiten quienes pretenden subordinar el pensamiento a la acción, quienes urgen la práctica sin teoría, quienes reprochan a la academia habitar una burbuja, presuntamente ajena a una realidad que dicen conocer sin mayores dudas, sin necesitar consultar ni a los vivos ni a los muertos. Y no son ellos, los que no se detienen ante los libros, quienes podrán explicar por qué nosotros no podemos dejar de hacerlo.

Hay precedentes. ¿Por qué los músicos del Titanic tocaron sus instrumentos mientras el barco se hundía? ¿Por qué alguien lo notó y quiso contarlo? No lo sé. Pero quizás porque ante sus partituras los músicos se definen a sí mismos, se identifican con sus semejantes y se reencuentran con la belleza, aunque sus barcos se hundan.

Hoy estamos aquí, en un país atormentado. Y sin embargo, no podemos evitar continuar leyendo, escribiendo y conversando. Algo íntimo y personal nos impide abandonar nuestras dudas por las certezas convenientes, nuestras voces por los silencios complacientes. No tenemos que estar de acuerdo entre nosotros, y estamos de acuerdo en eso. Y procuramos compartir nuestros hallazgos en los infinitos espacios del conocimiento con estas y otras generaciones, a través de palabras que puedan leerse, ignorarse u olvidarse durante los días y años por venir.

Encontrarnos en la Universidad hoy, en las malas, es algo para celebrar. Porque no pudimos evitarlo. Porque hay algo en lo que creemos, y aunque no sea en lo mismo, podemos creerlo juntos. Y porque lo que buscamos en nuestros libros ha sido útil para nosotros, nos ha dado alivio, nos da esperanzas, y nos empuja a compartirlo.

No podemos leernos entre todos, porque especializarnos es inevitable y el lenguaje limita nuestros intercambios. Pero podemos reconocernos y reconocer la relevancia de nuestros múltiples intereses. A la profesora Beatriz Soledad le preocupa la presencia de organismos patógenos resistentes a antibióticos en leche para consumo humano, y al profesor Freddy Gutiérrez las conexiones entre perfiles de acero en construcciones resistentes a sismos. Ambos comparten un primer premio por investigaciones que requieren costosos recursos y nuevas tecnologías. En ambos casos, sus estudios pueden hacer una diferencia de vida o muerte para personas que viven en cualquier parte del mundo.

El segundo premio lo comparten los profesores Josué Bonilla, Osvaldo Burgos y Rafael Bernard. Sus trabajos se dedicaron, respectivamente, a la variación de la calidad en la gestión de recursos humanos, a los valores humanos dentro del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles y a la obra jurídica de Andrés Bello. Los tres resaltan la importancia de la organización en logros individuales y colectivos, y de los motivos muy personales para organizarse.

No basta nuestra necesidad de leer, de aprender y de compartir para alcanzar nuestros propósitos. Las conclusiones de los profesores Gutiérrez y Soledad no podrían obtenerse y difundirse si ellos no formaran parte de organizaciones que, dentro y fuera de Venezuela, reúnen investigadores dispuestos a correr los riesgos del fracaso, en pos de soluciones que nos protejan de peligros que muchos ni siquiera conocemos. No podemos esperar mayor productividad de empresas, organismos y países si no reconocemos la importancia de indicadores de gestión bien diseñados, ni podemos emprender complejas tareas educativas sin identificar lo que define a las comunidades que conforman.

Mientras estudiantes y profesores migran a otros países, que la UCAB premie una investigación sobre la obra de Andrés Bello tiene resonancias especiales. Bello murió fuera de Venezuela. Hizo sus trabajos mientras su país parecía desaparecer bajo la guerra y la postguerra. Y de hecho, desapareció. Las Venezuelas que surgieron después lo incluyeron, porque Bello no dejó de ser venezolano por vivir y morir en otras tierras. No por ser de otros, dejó de ser nuestro.

No es la Patria lo que define a Bello, ni lo que nos define a nosotros. Es la obra. Quienes describen a las academias como torres de marfil, pasan por alto que no en todas las Patrias puede leerse lo que se quiera, escribirse lo que se quiera, decirse lo que se quiera. El economista Santiago Guevara, profesor de la Universidad de Carabobo, ha sido acusado de traición a la Patria y sometido a jurisdicción militar. El Centro de Derechos Humanos de la UCAB ha puesto en evidencia, con otros centros y organizaciones, nuevos motivos para preocuparnos por profesores y universidades. Porque quien define la Patria, elige al traidor.

Pretender una ciencia venezolana, de la Patria, nos aislaría y empobrecería todos los días. No hay autarquía en la ciencia. Por el contrario, aspiremos a contar con científicos venezolanos que conozcan el mundo y sean conocidos en él, porque el mundo también es nuestro. Luchemos por los valores que compartimos, enfrentemos el abuso y la arbitrariedad con el estudio y la organización. No es fácil. Ha sido y seguirá siendo muy difícil. Pero, al hacerlo, de estos años terribles también podremos recordar días como el de hoy. Recordaremos con tristeza a quien revisa la basura. Recordemos con esperanza a quien, habiendo encontrado un libro, lo levante.

♦ Ronald Balza Guanipa