Marielba Núñez

El discurso político ha impuesto en Caracas un mapa escindido, una geografía de la división. Suele retratarla como una ciudad de antagonismos, pero ese acento en los opuestos sólo busca trazar una cartografía al gusto del autoritarismo. Según ese imaginario, hay un este que pertenece a la oposición, a las clases con más dinero y más estatus, y hay un oeste que es el territorio del chavismo, de los pobres y desposeídos. Se trata de una ciudad rígida, sin matices, inconexa. En la arenga populista, la ciudad perdió su centro, que es como decir que perdió su corazón, pero además, también carece de norte, sin duda una metáfora apropiada, y parece que tampoco mira nunca hacia el sur. Mientras más plana y simple sea, esa ciudad imaginaria sirve mejor a quienes quieren ver enfrentados a sus ciudadanos.

En estos días, en los que se suceden las marchas y las protestas contra los abusos oficiales, se renuevan prohibiciones que se han hecho comunes en los últimos 18 años. Desde el gobierno central no se tolera que ciudadanos organizados se concentren en sitios como la plaza Morelos o las calles que circundan al Capitolio, para no hablar de El Silencio, el 23 de Enero o la avenida Bolívar. La frontera más infranqueable está sin duda al final de la avenida Urdaneta, allí donde se levanta un muro invisible que impide a cualquier manifestación convocada por la oposición llegar al Palacio de Miraflores.

Sin embargo, cualquier caraqueño sabe que la ciudad no es ese ente bipolar al que a menudo se alude, sino que es un ser vivo, surcado por redes, que es un denso tejido que es casi imposible deshilachar. Los caraqueños se comunican e interconectan en infinitos puntos, desafían las divisiones impuestas desde el poder y tienen tradiciones en común cuya fortaleza, que ha sido puesta a prueba durante las últimas décadas, resiste los embates de quienes quisieran que predominara el olvido.

Es cierto que los estereotipos han hecho mella y muchos los han adoptado ciegamente o por intereses inconfesables. Tampoco pueden negarse las desigualdades, que se han alimentado de una injusta distribución de oportunidades y recursos que no ha hecho más que perpetuarse y agudizarse en los últimos años y que otra poderosa muralla se ha erigido entre unos y otros: el auge de la delincuencia ha cercado a la ciudad y la ha aislado en toda suerte de guetos. Esta última se trata, si cabe la posibilidad, de una barrera aún más perversa, pues ha confinado a la gente a unas pocas calles e incluso a las cuatro paredes de su propia casa.

No hay más que pensar en el Berlín de 1989 para recordar que hay muros emblemáticos cuya caída hace patente el restablecimiento de las libertades. Para los habitantes de Caracas, puede que esas murallas no sean visibles, no estén hechas de ladrillos o de piedras, pero es igualmente perentorio que sean derribadas para que nadie pueda volver a quitarnos el derecho a transitar sus calles de este a oeste, es cierto, pero también del norte al sur, del suroeste al sureste, y, ya sin la referencia a las odiosas divisiones, a través de todas sus rutas, de todo su sistema circulatorio. La ciudad tiene que invitarnos a recorrerla sin miedo y, cuando sea necesario, acoger sin discriminación de ningún tipo nuestras voces de protesta.